San Martín de Porres: Un Buen Samaritano
Conocemos
muy bien la historia. Sabemos que, tras ver el cuerpo del hombre asaltado por
unos bandidos, tanto el sacerdote como el Maestro de la Ley pasaron de largo. Se
supone que, en primer lugar, ambos personajes se constituían como imitadores de
la voluntad de Dios y actuaron según su juicio. Jesús, en cambio, pone de
ejemplo a un samaritano, odiado por los judíos por haberse contagiado de otras
tradiciones paganas. Muchas veces no esperamos ejemplos de vida en aquellos que
vemos como enemigos o diferentes. La vida de Martín de Porres da fe de ello. Él
también vivía con sacerdotes, y por qué no decir, con muchos frailes eran muy
buenos intérpretes de las Sagradas Escrituras y de las letras; pero ninguno de
ellos, sin embargo, se convirtió en mayor ejemplo para los demás como Martín. De
hecho, muchos hermanos suyos hacían lo que, como frailes, debían hacer. Lo
interesante aquí es romper los propios límites, y Martín fue uno de ellos. Pero
tampoco es cierto que Martín haya ocasionado una rebelión de las normas
conventuales. Él siempre fue muy obediente, pero sabía cuándo la obediencia
tenía que dialogar con la caridad del necesitado, y por eso nuestro pobre fraile
se metía en uno y otro problema, en su inocente vida de caridad.
Martín
también “veía y sentía compasión”. Como sabemos, atendía con igual ternura tanto
a los pericotes de su cocina como al Obispo que lo llamaba para que le cuidara.
No importaba de quién se trate, lo que prevalecía era la necesidad de quien le
buscaba. Esta disponibilidad, “salida de sí mismo”, solo la habría aprendido de
Domingo de Guzmán, quien siguió –así mismo- a Jesús. La vida de nuestro padre
fundador nos relata que vendía sus pertenecientes para darles a los pobres,
algo que aprendió de Jesús, quien al ver a la muchedumbre también sentía
compasión. Martín, en esta misma actitud, llevaba a los enfermos hasta el
convento e incluso les ofrecía su único colchón para que descansasen. También
curaba las heridas, y en eso era un experto, pues fue aprendiz de cirujano y
utilizó este don para ofrecerlo a los demás. Y es que la compasión no solo debe
entender como mera lástima, sino como actitud que conmueve las entrañas por el
dolor del otro para luego hacer algo concreto.
Finalmente,
como el Samaritano, Martín llevaba a los que curaba hacia la posada de la
Iglesia. No, no solo a la estructura, al templo, sino al corazón de esta misma.
El verdadero corazón de la Iglesia es el de la caridad. Muchas almas se
convirtieron y se siguen convirtiendo (y renovando su compromiso) gracias a que
un alguien nos lleva hacia la casa de Dios, que nos espera siempre con los
brazos abiertos. Hoy que nos lamentamos mucho de que nuestros templos están
vacíos, podríamos preguntarnos a dónde precisamente queremos llevar a nuestros
hermanos: ¿al templo de la Iglesia o al corazón de la Iglesia?
Ahora,
tras más de 300 años en el cielo y 54 años de ser elevado a los altares, Martín
de Porres nos sigue acompañando. Ahora, hablando plenamente con Dios, sigue
hablándole a Él de nosotros, algo que ya hacía aquí la Tierra. No podríamos
terminar de hablar de Martín sin hacer mención de que todo cuanto hizo fue un
don recibido en su constante búsqueda de Dios. Solo cuando oramos descubrimos
qué quiere Dios para nosotros, y qué podemos hacer por nuestros hermanos. La
oración fue el motor de su existencia y nosotros también estamos invitados a
descubrir la voluntad de Dios en nuestras vidas. Una pista: Dios quiere que
seamos Buenos Samaritanos.
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