Sagradas Vocaciones
Miremos a la Sagrada Familia y descubramos nuestra vocación
Recuerdo
que cuando era adolescente, en esas clases sobre el “Proyecto de vida” (y cosas
parecidas), alguna vez nos preguntaron: “¿A qué edad les gustaría casarse y cuántos
hijos quisieran tener?”. En esos años no imaginaba para mi vida el deseo de la
consagración a Dios, y le di vueltas al asunto por algunos minutos. “A los 25, y
quisiera tener cinco hijos”- recuerdo respondiéndome. Quería casarme joven y disfrutar de la vida de
cinco pequeños. Pensaba, por ejemplo, que a la mujer con la quien compartiría mi vida le daría todo mi corazón, y como mis padres me dieron la alegría de
tener cinco hermanos, me parecía el número ideal para mi “pseudo-futura familia”.
El asunto era algo muy serio. Más allá de los conflictos que siempre hay en
toda familia, siempre he pensado que una familia es un don precioso que se debe
cultivar. Formar una familia era para mí toda una vocación.
Ahora
ya estoy casado o consagrado a Dios, o como quieran llamarle. La opción por
una familia particular ya no es mi prioridad. Ahora mi familia es muy, muy grande. Siento que Dios lo ha preparado
todo muy bien y me siento feliz. Y me siento feliz cada vez que reviso el
Facebook y veo que muchos compañeros y familiares, contemporáneos y hasta
menores que yo, van construyendo sus familias, presentando fotos de sus
pequeños y pequeñas recién nacidos, yendo a su primer día de clase, en su
primera actuación, con la torta de su cumpleaños… En realidad, me alegra mucho
por ellos y siento que mi trabajo como consagrado es mucho más fuerte. Tengo
que rezar mucho por ellos; tenemos que rezar y trabajar mucho por las familias, para que
cada familia comprenda que tiene una vocación que cuidar.
Muchas
veces, al expresar nuestras plegarias por las “vocaciones”, olvidamos que
formar una familia también es una vocación, y no la menos importante. Si los que
nos consagramos a Dios nos preparamos como mínimo unos siete años (en algunos institutos
o seminarios) y a lo mucho doce, para poderle decir “Sí” definitivamente al
Señor, con cuánta más razón todo varón o mujer deben concientizar su llamado a
ser Uno con Otro, para amarse mutuamente y dar vida a nuevas criaturas, fruto
de ese amor. Y, aun cuando las cosas no van bien, y sobreviene alguna crisis
familiar que termina en separación o pérdida de algún cónyuge, también se
necesita una vocación especial para sobrellevar la familia formada. Formar o
tener ya una familia es una vocación sagrada.
Todos
necesitamos afinar nuestra vocación y la vamos descubriendo en el camino. Los
religiosos aprendemos muchas cosas en el trayecto, así como la madre va
aprendiendo a darle de lactar al pequeño o como el padre va aprendiendo qué le
gusta y qué no a su mujer. Y en todo caso, siempre queremos ser buenos
religiosos, buenas madres, buenos padres. Por eso, creo que sería interesante
que en este tipo de Navidad miremos el ejemplo de familia en aquella familia de
Nazaret. De seguro a veces falta un José o una María e incluso un niño (o niños)
Jesús. No faltan familias en las que el padre o la madre han abandonado el
hogar y hablamos de padres solteros y –mucho más- de madres solteras. Luego, aunque
es menos común, existen familias en las que no ha nacido un hijo, y la pareja busca
sobrellevar su amor en medio de esta dificultad. También, y esto resulta mucho
más penoso, hay familias en las que solo el hijo o los hijos forman la familia...
¿Qué decir de esto? Muchas madres hacen de María y de José; muchos padres
repiten también ese papel. Y muchos hijos tienen que ser padre y madre para sí
mismos o para sus hermanos menores. Todos van descubriendo su vocación en la
familia.
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