Madres santas de hoy
A
unas cuadras de nuestro convento vive una señora muy amable, de quien me voy a
reservar el nombre. Ella es madre de familia y, por tanto, ejerce innumerables
labores en el hogar. Como todas las madres en el mundo, estamos ante una
heroína, aunque no podemos negar que algunas han tenido dificultades para
ejercer bien la misión que nuestro buen Dios les ha encomendado. En el caso de esta madre y amiga mía, hay tres cosas
que resalto en ella, que muchos podrán ver en tantas otras mujeres: Su
dedicación al hogar, su dedicación a los demás en medio de sus
necesidades económicas, y su firmeza en la fe.
Por
alguna circunstancia llegué enterarme de que estaba acogiendo en su casa, sin
descuidar a los suyos, a personas que venían de provincia hacia Lima por un
tema de salud muy delicado. No cobraba ninguna renta, les ofrecía el mismo pan
que le quedaba en la mesa (aunque sea el último), les acompañaba al Hospital
para facilitarles el conocimiento de todo el Sistema del Seguro Integral de
Salud (que ya es todo un dolor de cabeza), y hasta se involucraba en el negocio
ambulatorio dentro del mismo hospital para ayudar a las personas que sufrían
por ver un familiar enfermo y por no tener los recursos necesarios para los exámenes,
medicinas y trámites requeridos. También iba, por lo menos una vez a la semana,
al Templo para agradecer a Dios, para pedirle fuerzas y para compartir con
alguno de nosotros el drama que vivía en su interior al ver el dolor de la gente
en los hospitales. En uno de los casos, incluso, acompañó a su prójimo en todo
el proceso de pérdida del familiar, de duelo y de embarcación del cadáver hacia
su ciudad de origen.
Lamentablemente,
en estas últimas semanas, también ella ha enfermado y viene realizándose algunos
exámenes para descubrir qué es lo que tiene. Tras conocer los síntomas, también
me reservo el posible diagnóstico; no quisiera algo triste para ella y los suyos. Solo me queda
admirar la valentía de una mujer que no solo se deja interpelar por los
problemas de su hogar, sino también de los que tiene alrededor. Ella me
recuerda mucho a la santa que los dominicos celebramos cada 4 de enero:
Zedíslava de Lemberk, una madre de familia que vivió solo 32 años, en Polonia,
hacia el siglo XIII, quien, sin descuidar a sus cuatro hijos y su esposo, realizaba
obras de caridad y visitaba constantemente a los enfermos.
Ya
para muchas madres el hecho de soportar los desaires de los hijos y luchar por
su crecimiento y maduración es todo un reto de santidad. A ello hay que sumar los problemas conyugales. Mujeres como mi amiga ya no piensan solo en
una misma, sino en todo el hogar, algo que sucede en menor proporción en los
varones (aunque sin denigrar la imagen de aquellos padres ejemplares y aquellos
santos “padres solteros”). Con todo, siempre la figura de una madre arrastrará
admiración, y tanto en el caso de mi amiga como de Zedíslava por tres cosas: La
dedicación al hogar, la sensibilidad ante los problemas de los demás y la
búsqueda de Dios.
Estas mujeres son madres e hijas, esposas y hermanas; vecinas
y amigas, auxilio y refugio; buscadoras de Dios y humildes para reconocer la
necesidad de Aquel que las ha invitado a vivir esta misión. Por eso, infinitas gracias
queridas madres, y gracias - de modo especial- querida madre, Betty (“mi mami”), por darnos este ejemplo de santidad. Muchas de ellas nunca se enterarán de que escribimos
acerca de ellas, pero quisiera que las respetemos, las escuchemos y oremos por
ellas. Es lo poco que podemos hacer por ellas que hacen mucho. Muchísimo.
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