Predicar con la mirada
Dicen que “una mirada vale más que mil palabras”. De seguro a ti y a mí nos ha pasado que nunca olvidaremos un par de ojos que nos han ofrecido una mirada profunda. No necesariamente tuvieron que ser azules o verdes, solo un “par de ojos” que te comunican mucho en un instante.
Las
miradas son un gran instrumento de comunicación. Ya lo hemos afirmado: “dicen
más que mil palabras”, transmiten confirmación, reclaman un abrazo, descubren
un sentimiento. “Los ojos son el espejo del alma”. Será por eso que los
enamorados se miran mucho.
Pensando
en la predicación de Jesús, me llamaba la atención que en las Sagradas
Escrituras aparezca en varias oportunidades el hecho de que Jesús miraba a sus
hermanos. Jesús “miró con cariño” al joven rico (Mc 10,21); “vio a una viuda
muy pobre que echaba dos monedas…” (Lc 21,1-2); no viendo a ningún acusador de la
mujer adúltera “vio solo a la mujer” (cfr. Jn 8,10); también veía con enojo a
sus detractores por la dureza de sus corazones (Mc 3,5); “vio a Pedro” mientras
estaba siendo arrestado por los guardias (cfr. Lc 22,61) y “vio a su madre y,
junto a ella, al discípulo que tanto amaba” (Jn 19,26). En cada una de estas y de
muchas otras ocasiones la mirada de Jesús tiene un objetivo: persuadir, dejarse
interpelar, ofrecer misericordia, reprender, pedir compasión, no abandonar. En todas
las ocasiones, Jesús predicaba con su mirada.
Cuando
hablamos de predicar podemos pensar que se trata solo de hablar y hablar,
cuando –en realidad- el lenguaje se convierte en uno de tantos instrumentos. Recuerdo
haber leído en la biografía de madre Juliana del Rosario, fundadora de las
Dominicas Misioneras Adoratrices, que por tener unos ojos azules hermosos mucha
gente la observaba. Algunos de sus amigos cercanos decían que en sus ojos
encontraban la profundidad del cielo. En ella veían a una mujer de Dios. ¡Imagínense
quedarse mirando por mucho tiempo a una monja! Ella no se ruborizaba ni bajaba
la mirada, sino que veía en el don de sus ojos un instrumento para llevar a
muchos a Dios.
Cuando
las miradas son sinceras, sin malicia, definitivamente ofrecen mucho para los
demás. Y si eso lograba madre Juliana no puedo imaginar cuánto habría impactado
la mirada de Jesús. Cuenta una tradición que Publio Léntulo, un gobernador de
Judea, escribió una carta al Emperador romano Octavio, describiendo a Jesús. Respecto
de su mirada dice: “Tiene los ojos como los rayos del sol, y nadie puede
mirarle fijamente al rostro por el resplandor que despide…” Muchos, en
realidad, cuestionan la veracidad del escrito, pero no faltarían motivos para
pensar que Jesús habría tenido una mirada muy profunda para transformar la vida
de tantos que le siguieron y que han hecho posible que hoy nos llamemos
cristianos.
Hoy
más que nunca hace falta esa mirada divina. “Jesús, quiero que me veas, quiero
que veas todo lo que siento en mi mirada, y quiero descubrir en tus ojos el
amor que me tienes”. Tal vez también sea ocasión de ofrecer miradas que transparenten
cuánto nos sentimos amados por Dios y que ese amor es indistinto para todos. Estoy seguro de que muchos necesitan una mirada compasiva e iluminadora para sus tristes ojos.
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