Isabel Flores de Oliva, más
conocida como Santa Rosa de Lima, nació el 20 de abril de 1586. Hija de Gáspar
Flores (español, arcabucero del Virrey) y de María de Olvia (huanuqueña). Es la
cuarta de 12 hijos que tuvo la familia, de ahí que de muy joven tuvo que ayudar
a su madre en la tarea de cuidado y crianza de sus hermanitos. Bien sabemos la
leyenda que se cuenta sobre su infancia: Cuando estaba en la cuna, la criada le
avisó a su madre que su rostro parecía al de una rosa. Así era llamada desde
muy niña, nombre que confirmaría en su adultez. Se cuenta que a los 5 años, en
su tierna edad, hizo voto de castidad de consagrarse totalmente al Señor,
cuestión que queda como parte de la hagiografía popular, sabiendo que a esa
edad no podría estar totalmente consciente de lo que ello significaba; sin
embargo, sí se constata de que en su adolescencia rechazó todo tipo de relación
con algún mozo, cuestión que estaba bajo la tradición de la familia. A sus
padres esta decisión les trajo varias veces algunas angustias, especialmente a
su madre, quien insistía en que Rosa se casara para mejorar la calidad de vida
de su familia. Rosa, por su parte, imitando a Catalina de Siena, se cortó el
cabello rubio que llevaba consigo, como signo de renuncia a su belleza y a la
vocación matrimonial.
Rosa se cuestionó qué iba a ser
de su vida. Tenía muy claro que no aceptaría el matrimonio y empezó a sentir
una gran afección hacia la vida contemplativa (se cuenta que desde los 12 años
hacía ayunos y penitencias), pero a la vez sabía que no podía abandonar a los
más necesitados, sus indiecitos y negros que llegaban al barrio del Espíritu
Santo. Se convirtió, entonces, en una buscadora “de la voluntad de Dios en ella
y de ella en Dios”, como diría Santa Catalina de Siena.
Como muchas de nuestras queridas
laicas de hoy en día, Rosa iba de templo en templo buscando a Dios, de ahí que
no podamos negar que haya vestido un hábito franciscano y haya integrado en su
existencia algunos matices de la espiritualidad franciscana. Lo que es más cierto
es que a los 20 años abrazó para sí la vida de laica dominicana después de
tantas búsquedas. El convento de Santo Domingo estaba a tres cuadras de su casa
y allí acudía a participar de la misa. Luego sería la alegre catequista que
animaba a los niños con guitarra y mandolina, y sería convocada por los
feligreses para que organice los arreglos florales para las andas de la Virgen
del Rosario, imagen principal de aquel templo. Todos conocerían a Rosa como
aquella laica activa que no faltaba a las procesiones y a los sermones
dominicales. Incluso se cuenta que hacía bordados y vestidos para la Virgen,
pero estos productos no serían tan perfectos como sí sus arreglos. De hecho, se
cuenta que siendo amiga de San Martín de Porres, le compartía las rosas que crecían
en su jardín. Pero este estilo de vida asumida sería consecuencia de una
pregunta fundamental planteada: ¿monja o laica? El único monasterio en Lima era
el de Santa Catalina, y necesitaba entregar una dote para su ingreso; tal vez
algún arreglo político-religioso ayudaría, y aquello de dejar la caridad a los
necesitados podría transformarse en la opción de orar por ellos para toda la
vida. Sin embargo, escogió el laicado a los pies de la imagen de nuestra Señora
del Rosario, obsequiada por el Rey Carlos V al Virreinato, y que aún se
conserva en el convento. Rosa le habría dicho: “Madre, dame una señal si
quieres que vaya al Monasterio o me quede como laica”; luego de orar se turbó
al darse cuenta que no podía ponerse de pie: sus rodillas se habían quedado
pegadas al convento donde ya acudía como laica. Y esa era la señal. Desde
entonces nunca dejó su hábito dominico.
Ricardo Palma recogió algunas
tradiciones limeñas de la Colonia y las escribió de manera tan pintoresca en
varios volúmenes. De estas tradiciones, dos han dejado marcado el imaginario
peruano sobre Santa Rosa: la de los mosquitos y la del gallito. Según estas
historias, Rosa llegó a conectarse tanto con la naturaleza que llegó a
comunicarse con estas criaturas de Dios. De hecho, se dice que Rosa se
encontraba con los mosquitos cada vez que ingresaba a la ermita construida por
su hermano Hernando para hacer oración, y cuando los mosquitos empezaban a
picarle hacía un trato con ellos: “Primero rezo, después me pican”. Pero más
allá de lo fabulístico, los testigos de la beatificación no dudaron en
presentar a Rosa como una mujer en manera contemplativa, fiel adoradora
eucarística, penitente cuando llevaba una pesada cruz mientras pasaba por los
jardines de su casa o cuando se colocaba una corona de espinas en la cabeza o
un cinturón de púas alrededor de su cintura. Todos estos detalles que
parecieran, a simple vista, masoquistas, eran exportación de la espiritualidad
medieval europea que consideraba que procurarse diversos sufrimientos físicos,
asemejaría más su unión con Jesús sufriente crucificado.
Pero como toda dominica, la
contemplación no podía estar alejada de una vida de estudio. A pesar de que en
su época las mujeres no tenían acceso a una educación programática como sí los
varones, siempre se procuró estar preparada para la predicación. Aunque no fue
a una escuela aprendió a leer y a escribir. Testimonio de ello son algunas
cartas y breves escritos que, si bien manifiestan faltas ortográficas, dan fe
de una mujer que quería aprender. Cuentan también sus primeros biógrafos que su hermano
Hernando le traía a escondidas libros de fray Luis de Granada, que eran los
libros místicos que estaban de moda en Lima, y que venían desde el puerto de
Callao, junto con toda la bibliografía moderna que era revisada sigilosamente
por los emisarios de la Inquisición. Precisamente esta institución española
habría tenido profundo interés en el misticismo de Rosa, debido a que junto a
ella, muchas beatas e iluminadas de la Colonia decían tener revelaciones y
apariciones, cuestiones que muchas veces eran asociadas al demonio. Rosa pudo
salir bien librada de estas condenas, debido a que estas experiencias estaban
coherentemente unidas a su vida diaria: unida a Dios, también estaba unida a
los suyos.
Nada más unía al sufrimiento de
Cristo a Rosa que acompañar en el dolor a sus enfermos y pobres. A pesar de los
conflictos con su madre, Rosa organizó una especie de enfermería en una
habitación de su casa. Allí atendería a cuantos acudían a ella. También se las
agenciaba para bordar o hacer lagunas labores domésticas en casas de ilustres
personajes para aportar en la economía de la casa y, por supuesto, socorrer con
algunas limosnas a los pobres de Lima. Y fue precisamente en una de las casas
de un contador notable, de Don Gonzalo de la Maza, en que le llegó la muerte.
Había estado tres meses enferma y era de esperarse: con penitencias, ayunos y
cargas de trabajo, la joven de 31 años entregaba su espíritu consagrado a su
Dulce Esposo, con quien se había desposado bajo el nombre de Rosa de Santa
María.
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