Auto-excomulgados del siglo XXI


Hace algunas semanas atrás, revisábamos en clase de Derecho Canónico las cuestiones sobre las penas que da la Iglesia a sus hijos, cuando faltan a la moral y atentan contra la comunión de nuestra Iglesia; penas que no tienen otro objetivo sino lograr el arrepentimiento de los hermanos y su pronto regreso a casa. Muchos sabemos que la pena máxima que se da dentro de nuestra Iglesia Católica es la excomunión, es decir, la expulsión temporal o permanente de un cristiano, y el levantamiento de esta pena solo queda reservado al santo padre.

En la historia de la humanidad ha habido diferentes casos en que personas individuales y comunidades se han visto excomulgados de la Iglesia, lo que implica –entre otras cosas- la participación en los sacramentos y, especialmente, el de la Eucaristía. Para un pasado mundo cristo-céntrico esta medida se convertía en la más penosa: se trataba de verse alejado de la misma presencial real de Cristo en la Tierra. Ahora, en el mundo secularizado en el que nos vemos inmersos, tal pena solo sería trágica para quienes aún conservamos un afecto especial a los sagrados misterios. El amor por la Eucaristía, si bien se viene manifestando y fortaleciendo con las adoraciones perpetuas, procesiones y congresos eucarísticos, hoy es menguado por los nuevos escepticismos de nuestro siglo y el ateísmo práctico de muchas personas que se consideran católicas pero viven como si Dios no existiera.

En medio de este panorama volvía a preguntarme lo que el profesor se cuestionaba en clase: “¿Qué sentido tendrá para una persona de hoy ser excomulgada?” La respuesta es sencilla y correspondiente a lo dicho anteriormente: Si la persona sigue teniendo ese afecto especial por el santo misterio, la medida sería nefasto. Para quienes ya han perdido el sentido de su vida podría significar la confirmación de lo que a diario practican. El Papa Francisco, hace tres años, decía en Italia que los mafiosos de Ndrangheta (una de las organizaciones criminales más grandes del mundo) están – prácticamente- excomulgados; la prensa revoloteó los titulares diciendo que Francisco ha excomulgado a los mafiosos. Creo que la interpretación es otra: Por su anti-testimonio, ellos mismos se han auto-excomulgado.

Si nuestra vida no gira en torno a la Eucaristía, si tal vez nos da igual ir o no a misa. Si nos puede causar gracia el hecho de no haber recibido la comunión desde la primera vez que ocurrió, es muy probable que nuestro corazón vaya viviendo una auto-excomulgación de la que ni el Papa ni los sacerdotes, sino uno mismo, es realmente responsable.

Pero la cuestión no es fácil y sentenciosa como parece. Me quedo pensando también en cuántos de nosotros que acudimos a la Eucaristía (muchas veces diariamente) realmente vivimos en ese misterio de comunión. A la vista de quienes nos ven a diario en las celebraciones podemos aparentar ser personas “libres de pecado mortal” y, por tanto, merecedores de un premio como es la Eucaristía. Sin embargo, aludiendo a lo dicho también por nuestro papa, de que “La Eucaristía no es un premio para los perfectos”, es triste considerar la posibilidad de que muchos de los “perfectos” en realidad comulgan auto-excomulgándose, reciben a Jesús por compromiso, por costumbre o por no quedar mal ante los demás, alejándose más de él.

Ya que hemos celebrado la fiesta del Corpus Christi podríamos plantearnos si realmente buscamos ese sentido de comunión con Jesús y nuestro hermanos. Participar de su presencia real en la Eucaristía es una continua invitación a ver sus “otras presencias reales” en los rostros de los demás. El triste panteísmo en que nos vemos inmersos, diferente de la concepción de la amorosa omnipresencia de Dios, y que considera que a Él podemos sentirlo “en todas partes” y “en todo” (solo en mí mismo, en el ambiente, evangelizándome con el celular y las tecnologías, sin consorcio de los demás), hace que nos descuidemos  de aquellos que más nos necesitan. Así nos auto-excomulgamos, así dejamos de visitar al otro, así dejamos de visitar y recibir a Cristo. 

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