Camino a Tangoshiari (la ida)


Escribo estos párrafos un día después de los hechos. Fue el 18 de setiembre que me aventuré a ir a Tangoshiari (una comunidad nativa de Megantoni), prácticamente, “colándome” entre los integrantes de la Orquesta que animaría las fiestas de la comunidad. Por diversas circunstancias no había podido conseguir transporte para llegar hacia allá, así que no me quedaba ninguna opción. Ese día, por la mañana, había quedado con el jefe de la orquesta estar antes de las ocho de la mañana para subirnos a una camioneta que nos llevaría a un primer tramo: desde Kirigueti hasta Yoroato. Después de sentarnos a tomar una gaseosa en el restaurante donde estaban alojados, en Kirigueti (que es donde vivo), conversamos de muchas cosas, entre las que no podían faltar las cuestiones de la fe en Dios, cuestión que asentía sin ninguna duda, a pesar de sus malas experiencias con nuestra religión y algunas personas en particular.

Llegaban las diez de la mañana y de la dichosa movilidad no había ni rastro. Los integrantes de la orquesta bajaron de sus habitaciones ya preocupados y mientras chequeaban sus teléfonos móviles e iban de un lado a otro, hasta que por fin apareció la movilidad. Con todo y arreglos y acomodos salimos de Kirigueti a las 10.45 am aproximadamente. Yo iba medio sentado en una esquina de la tolva y aferrando mi cuerpo a una soga que a la vez rodeaba un timbo de gasolina que nos serviría para el viaje. Éramos como nueve personas en la parte de atrás y cinco (aparte del chofer) en los asientos de adelante. Mientras avanzábamos, el camino se hacía más difícil, pues la carretera no está completamente habilitada. Algunas veces el chofer se detenía para que, con machete en mano, alguno de los tripulantes, abriera camino tumbando algunas ramas. Fue ahí cuando empezaron los achaques y los dolores. Después de casi una hora y media de subidas y bajadas, aceleramientos y baches, llegamos a Yoroato. Lo que es sobre mí, me dolían las piernas, los hombros, las manos que se habían sostenido fuertemente de la soga y aquella parte del cuerpo que usamos para sentarnos. Pero no me sentía cansado; me decía a mí mismos que era parte de los gajes del oficio.

Estuvimos unos quince minutos en la comunidad de Yoroato, mientras que se hacían algunas coordinaciones. Ahí pude distinguir, entre los comuneros, a Ricardo y a Adrián, dos amigos de la misión. Estaban cavando una fosa que serviría para un proyecto de piscipgranja para la comunidad. Después de su respectivo masato de bienvenida, avanzamos un poco más en la camioneta. Esta vez ya no iba sentado. Se nos unió un tripulante más que “me quitó mi silla”. Esta vez debía ubicar muy bien cuerpo, aferrado a los instrumentos musicales y aferrándome a una soga que llevaba una serie de equipajes. Sentí mayor comodidad; claro, mientras que los pies no queden al aire durante el viaje. Fue una media hora más hasta que llegamos a una zona donde nos esperarían los botes que nos llevarían hasta la comunidad nativa de Kotsiri. Con todo, ya eran cerca de las dos de la tarde. Habíamos demorado también un rato mientras una grúa hacía trabajos de apertura de la carretera. Todos estábamos con hambre. Los músicos sacaron medio pan chuta (pan típico cusqueño) y algunas galletas de agua, sus últimas provisiones. En medio de ese panorama, no hice más que compartir lo que también traía: mis tres latas de conserva de atún y mis cinco galletas de soda. Como era de imaginarse, entre quince personas, eso se agotó en un instante. Pero al menos ya habíamos engañado al estómago. Mientras compartíamos la comida descubrí que ninguno de ellos sabía dónde era Tangoshiari ni la magnitud de lo que significaba el viaje. Yo venía supuestamente preparado, con una mochila pequeña y un bolso que traía las cosas necesarias para la santa misa, para una aventura que implicaba caminar, cruzar río, jalar bote, entre otras cosas. Se sintieron mortificados y engañados. Yo no hice más que animarles diciéndoles que ir a Tangoshiari es haber pasado un “nivel” de aventura en medio del Bajo Urubamba. Eran ya las dos de la tarde y el optimismo no faltaba. Y claramente, yo no sabía que lo que se venía.

Después de unos quince minutos más de coordinaciones, con su masato respectivo, nos ubicamos entre los cuatro botes que nos estaban esperando (o que les estaban esperando, porque yo era el colado). Acomodamos los equipajes y los instrumentos. Entonces empezó el siguiente nivel de adrenalina: subirse y bajarse del bote para empujarlo, caminar entre piedras mientras los valientes motoristas y punteros cruzaban corrientes difíciles, pues en setiembre el río siempre está bajo y las circunstancias hacen más difícil el viaje. Es aquí donde empecé a preocuparme. Aun no llegábamos a Kotsiri y ya eran más de las cuatro de la tarde. Ya tenía toda mi ropa y zapatos mojados cuando los botes llegaron a un puerto y se nos indicó que debíamos caminar un par de horas para llegar a Tangoshiari. El optimismo general estaba a punto de apagarse cuando, entre ellos mismos, dijeron, “¡ya estamos aquí, ya falta poco!” Pero para este punto ya había más hambre y sed. Ni bien empezamos la caminata divisé un campamento (de esos de obra municipal, donde siempre hay una cocina y un comedor). Junto con otros integrantes de la orquesta, nos dispusimos a perder la vergüenza y pedir agua y comida. Nadie nos respondió. Como alguien que no perdona el hambre, tomé agua y una especie de mate de una jarra que estaban a la vista; los otros despedazaban los restos de una especie de animal ahumado. Algo restablecidos continuamos el viaje.

En Kotisiri, mi teléfono móvil reconoció que había antena 4G y me animé a transmitir algunos minutos de la caminata, en medio de la selva megantoniana. Pero ya eran más de las cinco de la tarde y empezaba a cambiar el color del cielo. Los integrantes de la Orquesta se preguntaban: “¿Son dos horas de caminata normal o en su ritmo de caminar?” Mientras avanzábamos comprobé que siempre fue la segunda opción. No se podía avanzar muy rápido, porque debíamos esperarnos entre todos. Los dos comuneros que nos guiaban caminaban muy rápido, las dos mujeres de la agrupación acentuaban sus dificultades para caminar, como también algunos de sus integrantes, a quienes se les rompían las sandalias, las zapatillas o las mochilas. Yo contaba con un calzado preparado para la travesía y no me preocupaba por ello. Mi única preocupación era que nos iba a caer la noche muy, muy pronto. Y así fue.

Si bien los motoristas nos dejaron en aquel puerto para empezar a caminar, ellos continuaron la travesía por el río cargando todas las cosas que iban a subir con dificultad, pero al menos sin el peso de nuestros cuerpos. Ellos nos habían advertido: “Lleven sus celulares por si les cae la noche, para alumbrarse”. Yo dejé mi super-linterna en la mochila que llevé y que estaba bien embolsicada para que no le entrase agua. Siendo las seis de la tarde empecé a arrepentirme de haberlo hecho, porque las siguientes tres horas fueron las más difíciles de mi vida. Si caminar entre piedras es muy difícil de día, por la noche lo es más. Cada vez crecía en mí el temor de verme en medio de los caminantes; podía, sin duda, hacer un esfuerzo e ir con los mejores caminantes que adelantaban el paso, pero me preocupaban los demás que se estaban quedando muy detrás y cuyas luces de sus celulares no lograban vislumbrar. Para este tramo hacia Tangoshiari se debía pasar el río varias veces; no logré contar las veces que los crucé sin mucha dificultad, llegándome el agua un poco más arriba de las rodillas. Pero entre mis manos ya tenía una caña que hacía de bastón para ayudarme en el andar. La última vez que crucé el río solo, recé mucho más. Estaba llegando a la orilla cuando la caña se quebró y, prácticamente, me sentía ya en el fondo del agua… pero estaba cerca de la orilla, así que solo me arrastré un poco más, mientras mis manos tenían en lo alto mi teléfono que era mi único medio para tener luz.

El siguiente nivel de cruzar el río implicó esta vez que el agua me llegase a la cintura. Con los perdones del mundo, para seguir caminando “me robé” una tangana (una caña gruesa) que encontré en un bote que estaba en una de las orillas. No había otro bastón a la mano. Con una tangana más fuerte intenté cruzar una vez más el río, pero empecé a desesperarme. Uno de los integrantes estaba a dos metros de mí, y mis miedos atinaron solo a balbucear un “No puedo”. Él se detuvo un rato solo para decirme: “Vamos”; yo aproveché esos segundos para alcanzarle y tomar su hombro. No hubo tiempo de nada, solo de avanzar, y así llegué hacia, casi, la otra orilla, agradecido, pues claramente me pude haber hundido… pero había otra preocupación. Estaba casi en la orilla cuando me detuve (el compañero avanzó rápido) y pude escuchar un “No puedo” más perceptible. Una de las chicas de la Orquesta gritó y, al parecer, empezó a llorar. Los miedos no les dejaban avanzar y, junto a quienes le tenía cerca se regresaron. Yo veía todo desde el otro extremo. Intenté entender cómo iban a solucionar la contingencia, pero ya estaba pasando mucho tiempo. En eso, los dos comuneros que nos guiaban regresaban desde donde habían avanzado (eran los cabecillas de la excursión) y resolvieron solucionar el problema mientras que me decían: “padre, tú avanza”. Y así lo hice. La siguiente pasada de río fue tan difícil como la anterior, pero uno de los compañeros igualmente estuvo cerca de mí. Descansamos por un rato mientras que esperábamos a los demás. Las quejas y preocupaciones aumentaron entre los que nos encontrábamos ahí. “De haber sabido, no hubiese venido”, decían. Entonces, vimos llegar, cómo héroes, a los comuneros cargando mochilas encima de sus cabezas y tomando de la mano a los demás integrantes que se les había hecho difícil avanzar, entre ellos, las dos chicas. Venían agarrados de la mano como hermanos que se ayudan en los momentos difíciles. Estábamos completos.

Se nos dijo entonces que teníamos dos opciones: cruzar el río un par de veces más o caminar por monte. Ambas situaciones eran difíciles. Pero todos asintieron que era mejor ir por tierra “firme”. Me sentía Indiana Jones, no sé si los demás compañeros también. Agachábamos la cabeza, esquivábamos ramas, alejábamos todo bicho que, de pronto, aparecía ante nuestros ojos…. Entonces llegó un momento en que se volvió algo descampado y, entonces, oh sorpresa, la mitad de los integrantes se había quedado muy, muy detrás. Nuevamente estaba ahí yo, en medio de la selva, preguntándome por mi existencia allí y la pronta determinación que debía tomar. Entonces levanté mi celular. Habrán sido quince minutos de espera hasta divisar que ya se acercaban, mientras perdía de vista a los de adelante. “Tal vez-me preguntaba- a eso se refería lo que dijo Jesús en el santo Evangelio: No se puede ocultar la luz… pues la luz sirve para que pueda alumbrar a otros…” Y tal vez eso resolvía el sentido de estar pasando todo esto… tal vez los misioneros podemos ser esa luz necesaria, en medio del camino, ni adelante ni atrás, inmersos en la historia, y que sean el reflejo de por dónde debe ser el camino.

Después de este momento místico y totalmente revelador, caminamos una última media hora más, con menos peripecias, pasando campos de maíz, más piedras y un poco más de arena de playa: estábamos cerca. Cuando la luna llena alumbraba ya la noche y nos señalaba varios botes, típicos del puerto de una comunidad nativa, sabía que la aventura había llegado a su fin. Habíamos llegado a Tangoshiari. No podía estar más agradecido con la vida. Todos, mojados, de los pies a la cabeza, nos subimos a las motocargas que nos esperaban (que, en realidad, esperaban a la Orquesta) y mientras explicaba a algunos de mis compañeros de viaje la historia de la comunidad nativa, veíamos cómo nos acercábamos a las casas iluminadas por postes de paneles solares. Eran cerca de las nueve de la noche. Y después de todo lo pasado venía el momento de agradecer y celebrar. Y así fue literalmente. La comunidad nativa esperaba a la Orquesta para la serenata. Como buenos y responsable artistas, dejaron los achaques atrás y en solo una hora ya estaban dando su Concierto. Los “Sonkiri” (que es el nombre de la Orquesta) han sido muy valientes. Doy gracias por haberme hecho su compañero en el camino y haberse compadecido de mí para llevarme entre los suyos. Nunca olvidaré este dieciocho de setiembre.

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