La herencia de las 7 palabras
Cuando repasamos los
últimos instantes de la vida de Nuestro Señor, bien sabemos que estuvo, por
amor, colgado en un madero, totalmente abandonado… A nosotros nos han llegado siete
frases que hemos denominado “Las siete palabras de Jesús en la Cruz” (que –de
seguro- nuevamente, será una de las preguntas que los profesores dejarán de
tarea durante el feriado largo) y que tienen mucha riqueza espiritual para este
viernes de reflexión.
Recuerdo que hace
diez años atrás hubo una discusión en casa durante el intento de establecer el
orden correcto de dichas palabras. Llegamos al consenso popular y universal de que estas son las siete palabras que pronunció Jesús en la cruz: 1°
“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), 2° “Hoy estarás
conmigo en el paraíso” (Lc 23,43), 3° “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Mc
15,34; Mt 27,46), 4° “Madre, he ahí a tu Hijo; Hijo, he ahí a tu
Madre” (Jn
19,26-27), 5° “Tengo sed” (Jn 19,28), 6° “Todo está
cumplido” (Jn
19,30) y 7° “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lc 23,46). No quisiera
entrar a mayores discusiones sobre un orden “verdadero”, pues cuando repasamos
las Sagradas Escrituras nunca debemos acercarnos con la mirada de detective que
busca las pruebas fidedignas, sino que debemos acercarnos con los ojos del
corazón, para darnos cuenta que en el testimonio de cuatro evangelistas
hallamos cuáles fueron las preocupaciones de nuestro Señor antes de morir, al menos es el mensaje que se deja traslucir.
A Jesús siempre le
preocuparon los pecadores, porque por ellos había venido. Ahora que se iba, no
quería dejarnos sin su perdón, y por eso Él mismo le pide a su Padre que nos
perdone, ya que no sabemos lo que hacemos.
¡Cuántas veces nuestras conciencias nos atormentan por no sentirnos perdonados
por nosotros mismos, por otros o por Dios! Jesús no quiere que nos falte el perdón,
ni siquiera a los “más pecadores”, como aquel
ladrón que sí “merecía” el castigo de la cruz. Y por ello, ante un pedido de
misericordia (“Señor, cuando entres a tu Reino, acuérdate de mí” –le dice el ladrón),
Jesús no duda en decirle que ya está invitado en la mesa de los perdonados.
A Jesús también le
preocuparon sus pobres que no necesariamente fueron pecadores. Después de
liberarlos de sus enfermedades y dolencias, marginaciones y tristezas, Él mismo
se hizo pobre y aceptó sufrir como tal: encarnando el sentirse despreciado,
literalmente abandonado y “sediento de amor”. Empapa sus labios con el trago
amargo del sufrimiento de su gente y grita el porqué de este abandono. Este
cuadro de dolor nos recuerda al Siervo de Yahvé del profeta Isaías, de quien
Jesús se convierte su máxima expresión. Así, se cumplen las escrituras y en Jesús
todo está cumplido: Él es el judío que vino a proclamar la religión, el camino
y el mandato del amor, Él es quien demuestra con su Vida que toda la Historia
de su pueblo tiene su culmen en Él: ¡Él es el Mesías!
Pero a Jesús
también le preocupa el destino de su familia. Al no estar José, una mujer
judía, viuda y desamparada quedaba condenada a mendigar por las calles. A María
no quería dejarla sola y la deja con su Discípulo Amado, ofreciéndole una nueva
maternidad. Y aunque el significado es mucho más profundo para nuestra Iglesia,
Jesús nos invita a que no desatendamos a nuestros padres y de quienes son parte
de nuestro hogar, pues por muy entusiasmados que estemos por predicar su amor,
no podemos ser “luz” para otros, sino somos luz desde nuestros hogares.
Finalmente, ese
desvivirse por sus pecadores, por sus pobres, por su pueblo, por su familia, es
testimonio de una vida entregada. Entregar el Espíritu después de haberlo y entregado
en vida refleja agradecimiento de haber puesto en sus manos esta misión. ¿Cuántos
somos capaces de entregarnos también a la misión del Amor para todos?
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