La revolución del silencio

En agosto del 2023 tuve la gracia de participar de la Jornada Mundial de la Juventud de Lisboa. Tras esta experiencia, muchos me han preguntado cuál es lo que más me ha impactado de este evento mundial. Mi respuesta siempre ha sido: el silencio. Para ser más específico, el silencio de cerca de más de un millón y medio de personas frente a nuestro Señor. 

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Personalmente, este silencio fue una revolución en medio de un mundo y de una juventud que se encuentra habituada al ruido y a los audífonos. Se me escarapeló el cuerpo, pues sentí que Dios estaba gritando fuertemente en medio de nosotros, como diciendo: "¡Esto es lo que quiero, silencio, para que escuchen la voz de mi Hijo!". Y vaya que nuestra Iglesia, en medio de sus divisiones y señalamientos entre unos y otros grupos requiere de silencios, pero este es un tema que trataremos en otra ocasión. 

El silencio ha perdido protagonismo en nuestra sociedad y hasta en nuestra propia Iglesia. Pero el silencio es un buen maestro. Los dominicos solemos decir que "el silencio es el padre de los predicadores". El silencio, que es ausencia de palabras, nos ofrece la oportunidad para afinar el sentido de la audición y la experiencia de la escucha interior. Cuando hay muchas palabras y ruidos perdemos la preciosa capacidad de adentrarnos a nosotros mismos y descubrir muchos más mundos de los que imaginamos. 

El arte y la cultura son bastante sabias para rescatar el sentido del silencio. En la música, por ejemplo, los silencios son importantes para hacer puentes de un ritmo hacia otro, para pasar de una historia musical a otra; por eso, hay mucha música popular que no permite interiorizar y que solo es bulla: porque no hay silencios. Las obras de arte en los museos, las pinturas y expresiones artísticas similares no deberían necesitar interlocutores, aunque nunca está mal que haya algún guía que explique el sentido de la obra, pero los autores querían que lo que salía de sus manos hable por sí mismas e inviten a una interiorización. También he sido testigo de cómo cuando en una cinta de película muchas personas se empiezan a aburrir cuando algunas escenas contienen silencio; muchos prefieren la acción, el sonido de metralletas o de coches, bailes y danzas o diálogos fuertes... mientras pocos aprecian el arte del silencio en el cine. 

La vida de nuestra Iglesia también se ha visto afectada por la falta de silencio, cuando se es más necesario. Cuántos hemos añorado el silencio en las adoraciones eucarísticas, en las que muchas veces se piensa que "por más hablar estamos orando más"... o en partes fundamentales de la Santa Misa, como la Consagración, en la que el silencio es suplantado por la marcha de bandera (en misas patrióticas o por el aniversario del pueblo); o en el momento de la post-comunión, en el que a veces el coro (o quien hace de cantor) invade el momento de común-unión del feligrés y Dios; o cuando el presidente de la celebración, algo apurado por los avatares de la vida, transita de una parte de la misa hacia otra, sin ofrecer breves silencios de interiorización. 

Qué valioso es, en este sentido, recordar que el Papa Francisco, durante los últimos sínodos ha incluido el silencio en medio de las sesiones ordinarias. Estos espacios han sido llamados "conversación en el Espíritu" y sugieren que tras algunas intervenciones, se lleguen a momentos donde no se escuche ya la voz humana, sino la voz de Dios, y para eso se necesita hacer silencio. Esto aplica, o debe aplicar, todo aspecto de nuestra vida cristiana y humana. Cuánta falta nos hace hacer silencio. 

Cuando necesitemos respuestas, busquemos silencio para encontrarlas. Una sociedad será más responsable de sus respuestas si accede a la revolución del silencio. 

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