La experiencia de lo espiritual
La semana
pasada, en el Instituto Superior de Estudios Teológicos Juan XXIII, se llevaron
a cabo unas jornadas de reflexión en torno al tema de la corrupción que atañe
hoy a las dimensiones políticas, económicas y culturales de nuestra sociedad y
de la Iglesia. Sin ahondar mucho en estadísticas o escándalos concretos, la
experiencia de poder tocar el tema dejó como saldo una invitación a vivir una
espiritualidad centrada en Jesucristo, quien luchó contra las estructuras
corruptas de su época. Sin embargo, ofrecer esta solución no es tan fácil como
parece. De repente, los cristianos de hoy tenemos al frente una crisis de
valores, traducida en vacío moral. Un vacío donde Dios parece estar ausente en
las lógicas posmodernas, y ni siquiera está invitado. ¿Cómo entonces podemos
vivir una espiritualidad en tales condiciones?
Hablemos precisamente
de esa Espiritualidad antepuesta como solución al caos mundial y digamos, en
primer lugar, que es posible. Esta apresurada premisa, sin embargo, necesita
una breve aclaración: Cuando nos referimos a ella no estamos hablando de un
mundo supra-normal al que accedemos con una serie de estrategias que nos van
situando en un camino ascendente. Todo lo contrario, desde la experiencia
humana real es que –más bien- que nos adentramos hacia el centro de nosotros
mismos, centro donde precisamente habita Dios. Entonces, podemos decir con
Sicari que el presupuesto de la espiritualidad es el impacto con la realidad,
desde la experiencia humana viva y dinámica[1]. Lo
mismo opina Garrido cuando sostiene que la espiritualidad se desarrolla desde
una fidelidad a lo real[2].
Ser un hombre espiritual es, por tanto, tener la capacidad de percibir la
realidad misma.
Esto que parece
tan sencillo, sin embargo, es un don. Sin caer en espiritualismos, se trata del
don del Espíritu Santo que actúa sobre quien quiere ofrecer una respuesta a
Dios, desde su experiencia. Y aquí está el problema: No todos quieren responderle
o, peor aún, niegan que exista este Dios a quien se le puede responder. La
comprobación de su existencia (tema que no nos convoca), no obstante, no es un
problema que trata específicamente la Teología Espiritual, puesto que presupone
la Revelación como la salida de Dios hacia el hombre, en la que el hombre, por
más esfuerzos que haga, no podría comprender tal misterio. “Si lo comprendes,
entonces ya no es Dios”, diría San Agustín. Nos queda aún la duda sobre la
posibilidad de este don en algunos, por no decir todos. Para Sicari la
respuesta está en el testimonio de quienes dicen haberlo experimentado (y de
allí su propuesta de revisar las vidas de los santos); Garrido, por su parte
prefiere un proceso de encuentro al que le llama personalización humana, y esto
tiene sentido si atendemos que desde la Espiritualidad cristiana, Cristo-Jesús
ocupa el centro de esa energía espiritual y es imagen del verdadero Hombre. Llegando
a esta humanización es que podemos traducir la antropología del don de Dios
recibido a una experiencia posible, digna de ser imitada por nuestra cultura
occidental que mella sobre nuestro Dios in-objetivable.
Volvamos ahora al
punto de partida: Nuestro mundo vive una crisis sin Dios. Contra el pronóstico
de autores espirituales contemporáneos que afirman “la sed de Dios”, que en realidad
es una sed espiritual saciada en acumulación de bienes, de identidades, y de
toda clase de elementos que terminan en un vacío, Garrido hace notar lo problemático
que puede ser la inmediatez de la “experiencia espiritual”, cuando no es del
todo auténtica. Para quienes “Dios” forma parte de su mundo, no como necesidad
(tesis que Garrido rechaza), sino como Aquel que le da sentido a la existencia
humana, esta inmediatez o facilidad de poder conectarse con Dios debe ser el
punto de apoyo para emprender un camino de personalización. Para alguien no
creyente, en su “mundo sin Dios”, ni siquiera Dios es necesario, puesto que tal
afirmación significaría su no-libertad humana.
Aun así,
reafirmamos la posibilidad de esta experiencia, vista ahora desde una nueva
perspectiva: Atrás ha quedado la mística de lo oculto y lo sobrenatural, del
dualismo y de la separación, e incluso de un aspecto reducido para personas o
grupos pequeños. La renovada concepción de espiritualidad es la de la
integración. Integración de las categorías ascético-místicas y religioso-morales
a las aportaciones de la modernidad, especialmente de la psicología, la
sociología y la antropología cultural. La espiritualidad no es solo lo espiritual, sino el seguimiento de
Jesús como acción del Espíritu Santo en la historia, según la voluntad del
Padre, que es el Reino, y este se construye aquí, en la Tierra, en el aquí. Es
el tiempo de “devolverle el cielo a la tierra” –como diría Garrido.
¿Cómo se
emprende este camino? Atendiendo tanto a las instancias profundas como a las
mediaciones externas. En un esquema que desenmascara la “la infancia espiritual”,
por así decirla, como la fase de lo más superficial y caprichoso, hacia el Centro,
el Verdadero encuentro entre Dios y hombre (donde las categorías antropológicas
ya no cuentan), acudimos a un proceso intenso de transformación. No podemos
detenernos en la explicación de cada una de las fases propuestas por Garrido, pero
vale la pena decir que del “Equipamiento” (o iniciación) a la “Unificación” hay
todo un planteamiento que confluye en dramas existenciales, crisis. La más
importante de ellas es la que atraviesa lo que Garrido llama “el cristiano
medio”, el que no sube a la montaña y se ha quedado en la meseta[3],
aquel que en pleno proceso se encuentra tibio y necesita discernir la situación
de oportunidad en la que se encuentra.
Si el objetivo
de este proceso, según la tradicional Espiritualidad cristiana, es llegar a una
vida unificada con Dios, en comunión Trinitaria, teologal, precisamente la
trayectoria espiritual histórica se detuvo a conceder las mediaciones
necesarias para tal fin. Tomás de Aquino, en su Suma Teológica entiende el
camino cristiano como un proceso que va del conocimiento de lo humano (el acto
humano) hacia su fin (el mérito); por eso en las cuestiones de la II, I de la
Suma Teológica va alertando los auxilios como la virtud o la gracia, para que
ese camino logre su cometido. Los místicos como Teresa de Jesús o Catalina de
Siena nos han ofrecido modelos de ese seguimiento ascensional (las moradas, el
camino) y recién hace un siglo, Teresita del Niño Jesús tuvo una idea más
digerible: la de ver a Jesús como un ascensor que nos lleva sin necesidad de
escalones.
Pero en todo lo
que vamos diciendo se vislumbran medios o mediaciones que hacen posible tal
camino espiritual. El primero de ellos es el mismo Jesús. Precisamente de Él es
quien toma el Espíritu Santo la Verdad que es llevada a su plenitud. De hecho,
no inventa nada nuevo, sino que “nos ilumina para poder entender la Verdad
completa” ya dicha por Jesús (Jn 16,12-15). En este recordatorio, la Nueva
alianza inaugurada por Jesús, anunciada por profetas como Ezequiel o Jeremías,
y formulada por Pablo como “la libertad de los hijos de Dios”, el Espíritu
seguirá fiel a lo enseñado y lo actualizará. Vemos, entonces, que la tensión
entre fidelidad y actualización, tan querida por el Concilio Vaticano II, no
deja de ser importante también para la espiritualidad. Jesús permanece, pero las
representaciones culturales cambian[4]. De
ahí que cada vivencia de espiritualidad, como los medios para alcanzarla, haya
respondido al subsuelo antropológico y cultural de cada época.
Hoy no estamos
para látigos y penitencias que desintegran y dualizan al hombre. Las opciones prácticas
de hoy, nuestras mediaciones, suponen un discernimiento concreto, que se
expresa a través de la dinámica pedagógica de transformación de la persona. La
Vida ordinaria, vista muchas veces como rutina, se torna también entonces en un
medio para hacer posible este camino. Para Garrido, su mayor valor es su “estabilidad”
y de ahí que pueda perennizar hábitos, lograr virtudes. Vienen en adelante la
propia autoconciencia (que permite autocorrección), el acompañamiento de ésta,
el trabajo, la misión, la Palabra y los medios sacramentales. Pero sin duda
alguna, la oración ocupa un lugar especial. Se trata de un encuentro en el que
sujeto y Objeto no quedan reducidos a la pasividad. Más bien el Objeto,
buscado, pero que sale al encuentro, dinámicamente, transforma al sujeto[5],
personalizándolo, haciéndolo más humano de lo que era. Esta es la mística de la
Espiritualidad basada en la experiencia del tú a Tú, donde el primero necesita
ser acrisolado, reflejando su finitud, y su necesidad de sentido de Vida. Dios
la ofrece y sus repercusiones no se hacen esperar: mejores relaciones humanas, elaboración
positiva de la experiencia del mal, dedicación hacia las personas más que a las
instituciones, mayor sensibilidad ante la realidad. Y precisamente en lo último
se vuelve a emprender el camino.
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