En un curso introductorio a
los sacramentos, recibí una singular definición de sacramentos: Son signos
sensibles de la gracia divina, instituidos por Jesucristo y confiados a la Iglesia.
Y una breve explicación describía estos signos como señales externas
(expresadas en los rituales) y profundamente internas, como regalos de la inclinación de Dios en favor de los
hombres. Él se acerca, se inclina gratuitamente, ofreciendo gracia, especialmente en su Hijo, quien
nos ha manifestado al Padre; por tanto, se dice que Jesucristo ha instituido
los sacramentos.
Hoy la palabra "institución" debería
re-interpretarse. No negamos la instituciónpor parte de nuestro Señor,
sino el modo cómo se puede entender este término. Del mismo modo cómo se interpreta
la institución de la Iglesia por Jesús, en la que se concluye que Jesús la
instituyó en cuanto formó una comunidad, y es más bien su fundamento en vez de
un organizador de estructuras; análogamente podríamos decir que los sacramentos
fueron instituidos en cuanto brotan de las acciones de nuestro Salvador, quien
por medio del Espíritu Santo ha conferido estos instrumentos de salvación para
y por su Iglesia: Jesús es fundamento de los sacramentos más que un simple organizador de estructuras litúrgicas. Nunca leemos en nuestras fuentes que Jesús
dijo: “instituyo ahora el Bautismo como sacramento…” o “en esta última Pascua
que como con ustedes los ordeno presbíteros… y a ti, Pedro, epíscopo y mi
sucesor…”. Lo que ahora reconocemos como sacramentos de nuestra Iglesia no son
sino la celebración de la acción salvadora de Dios sobre nosotros. Celebramos
el hacernos parte de su Cuerpo (sacramentos de iniciación), el fortalecernos
ante el pecado o la enfermedad (sacramentos de reconciliación) y el llamado
universal a la santidad desde nuestra condición (sacramentos de servicio a la
comunidad). Pero de ningún modo la Iglesia se los inventó. Si revisamos
nuestros orígenes, si ojeamos cómo los primeros cristianos celebraban ingresar
(o reingresar después de pecar) y fortalecerse en la comunidad o la alegría
de la vocación descubierta, descubrimos que la estructura de las celebraciones
no ha variado mucho: mantenemos la esencia de los gestos. Revisemos por ello,
brevemente, como se celebraban estos sacramentos en la antigüedad cristiana.
1.
La
iniciación cristiana
Para hacerse cristiano había que
reconocer que Jesús era el Mesías Hijo de Dios. Esta era la sencilla y profunda
convicción que debía tener todo discípulo de Cristo. Reorientar la vida hacia
Cristo debía ser el camino para el judío que tenía muy presente la creencia en
un Dios único, la Ley y la esperanza de la salvación. Mientras que para los
paganos significaba desarraigarse totalmente de toda creencia politeísta.
Como lo atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles, a la convicción
le seguía la aceptación mediante un ritual: El eunuco (Hech 8, 38), Pablo (9,
18), Cornelio y sus familiares (10, 48), Lidia y los de su casa (16, 14), el
carcelero y también los de su casa, fueron bautizados (16, 33), por ejemplo. Tal
parece que los discípulos continuaron con este ritual judío, derramando agua
sobre los nuevos cristianos, pero con un nuevo significado: Ya no sería el de
la conversión propagado por Juan el Bautista, sino un nuevo renacimiento en el
Espíritu, participando en la muerte y resurrección de Cristo (Rom 6, 2-11; Gál
3, 27; Col 2, 11-13). Los textos de Pablo recogen palabras que pueden darnos
alcance del significado inicial del bautismo: agua, Espíritu, revestimiento,
muerte, resurrección; mientras que en los Hechos se denota fácilmente la
constante acogida-duda por parte de los judíos (Pablo pasa un tiempo en la
comunidad de Damasco, pero en Jerusalén le tenían miedo; Pedro bautizó a los
gentiles de la casa de Cornelio, pero los judíos le reprocharon); en cambio,
por parte de los gentiles, se nota una gran apertura a reconocer al otro como
hermano, como parte de la familia (Lidia o el carcelero reciben a Pablo y le
pedían que se quedasen con Él). Claro, el tema no es aquí si aceptan o no el
bautismo, sino si aceptan o no al otro como parte de la Iglesia de Dios. El
bautismo podría ser un rito simbólico en los inicios, pero no necesariamente
acreditaba la pertenencia a la comunidad. Esta problemática se afianzaba con la
arbitrariedad e improvisación con que se daba el Bautismo: qué fórmula usaban,
cómo se hacía, quién lo administraba, podrían ser la primera interrogante. Urbina
dice:
“Los primeros
cristianos especularon muy pocos sobre sus rituales. A los conversos se les
pedía que reconociesen a Cristo como Mesías o Hijo de Dios, tras lo cual
recibían el Bautismo… A veces eso se conseguía con la simple imposición de manos
(…), algunos fieles administraban el bautismo en su propio nombre (…), tampoco
era raro el bautismo colectivo (…), e incluso se bautizaban por los difuntos,
para hacerlos partícipes del Reino de los cielos….”
En la Didaché hallamos por fin una
instrucción de cómo debería realizarse el ritual: “Bautizad en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19) en agua viva. Si no tienes agua viva,
bautiza con otra agua; si no puedes hacerlo con agua fría, hazlo con caliente.
Si no tuvieres una ni otra, derrama agua en la cabeza tres veces “en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Antes del bautismo, ayunen el bautizante y el bautizando y
algunos otros que puedan. Al bautizando, empero, le mandarás ayunar uno o dos
días antes”.
La celebración del sacramento
mantuvo siempre el significado inicial (que revisamos en los escritos
paulinos), y el ritual se fue determinando hasta llegar el siglo III. La Tradición apostólica, obra de Hipólito
de Roma presenta
diferentes gestos: quitarse la vestimenta, dejar joyas, exorcismos, unciones
con óleos, declaraciones de fe, imposición de manos; aparecen, así mismo,
ministros como el Obispo y el diácono… pero en todo caso mantiene el
significado de morir a una vida anterior para resucitar con Cristo a una nueva
vida.
Respecto a los tipos de bautismo,
se sabe que en época de Justino todavía no había lugares para que se realice el
ritual, por lo que aparecerían más tarde los famosos baptisterios, en los que
se realizaba el bautismo por inmersión (de tradición judía). Cuando en la Iglesia occidental cae en desuso
este modo de bautizar, prevaleciendo el bautismo por infusión, aparecen recién
las pilas bautismales. Y finalmente, Tertuliano es quien propone el bautismo de
sangre para aquellos catecúmenos que murieron en martirio, cuando se estuvieron
preparando.
Pero el Bautismo sería solo uno de
los ritos de la iniciación cristiana, la cual sería completada con la Confirmación
y la Eucaristía. Se necesitaba de un tiempo de preparación llamado Catecumenado, la antigua Catequesis bautismal, que no duraba un
par de charlas (como muchas veces hoy), sino que llegaba hasta casi tres años;
y consistía en un conjunto de enseñanzas doctrinales. Durante este tiempo de
preparación se necesitaba que el converso tuviera una conducta intachable;
Álvarez Gómez cree que esa debe ser la razón por la que aparece la figura del
padrino,
quien no solo guiaba al catecúmeno ante sus problemas, sino que podría
determinar la admisión al mismo bautismo.
Pasado el tiempo del catecumenado¸
el rito del Bautismo se daba de esta manera: El viernes anterior al bautismo,
los catecúmenos y parte de la comunidad practicaban el ayuno. El sábado, en una
última reunión preparatoria, el obispo imponía las manos a los candidatos,
pronunciaba los exorcismos, les soplaba el rostro, les hacía la señal en la
frente, los oídos y las narices. Los catecúmenos pasaban en vela toda la noche
del sábado al domingo escuchando lecturas e instrucciones. Venían luego, al
final de la noche Pascual, los ritos bautismales definitivos… la última
imposición de manos y la última unción del obispo después de vestirse de nuevo
los bautizados dieron origen al sacramento de la confirmación (Es por ello que
este sacramento fue conocido inicialmente como “imposición de manos”).
Inmediatamente los recién bautizados participaban de la eucaristía (antes, solo
se quedaban hasta la exhortación doctrinal, luego eran retirados de la asamblea)
con que se cerraba toda la etapa dela iniciación cristiana.
Hemos visto, pues, que la confirmación se realizaba en
la misma ceremonia del bautismo, aunque eran bien diferenciados ambos ritos. Hipólito
agrega que además de una imposición de manos, también había unción con crisma. Del
mismo modo, como señala Álvarez Gómez, era reservada la administración de tal
sacramento a los obispos. Y precisamente las agitadas labores y visitas
pastorales tardías, hacían que se diese mucho después del bautismo (a veces
tardaba en años). Hoy los obispos delegan, por suerte, a algunos presbíteros
para que les ayuden en la administración.
Finalmente, la iniciación cristiana
culmina con la participación de la eucaristía.
Muchos neófitos acababan tomando leche y
miel como símbolo de entrada a la tierra prometida, y por fin participaban de
la celebración del misterio cristiano: hasta antes del bautismo solo
participaban de la liturgia de la palabra, ahora podían participar de la
liturgia de la eucaristía. La diferenciación de dos partes de la celebración
desde el inicio de la iglesia nos acerca a su estructura fundamental.
Si bien encontramos en 1Cor 11 el
primer relato de la fracción del pan (por motivos de un desencuentro de los que
compartían allí la mesa), es San Justino quien ofrece con lujos de detalle la
forma en la que hasta hoy celebramos la eucaristía, y en la que hay que ubicar
los gestos presentados por Pablo y los sinópticos:
Teniendo lugar el día del sol (domingo),
comprendía estas acciones:
1) Se
comenzaba con una lectura del Nuevo o del Antiguo Testamento;
2) Seguía
una exhortación del presidente de la asamblea, que en los primeros siglos era
el obispo de la comunidad;
3) Se
hacían oraciones en común por toda la humanidad;
4) Los
fieles se daban un beso en señal de paz y comunión;
5) A
continuación se entregaban pan, vino y
agua al presidente, quien alababa y rogaba al Padre en nombre del Hijo
y del Espíritu Santo;
6) Después
el presidente daba una acción de gracias;
7) A
la que el pueblo prestaba asentimiento con un “Amén”.
8) Finalmente,
los diáconos distribuían a los
presentes el pan y el vino mezclado con agua, que se llevaban también a los que
no habían podido asistir.
9) Y
añade Justino: “Todo esto no es pan ordinario ni una bebida ordinaria, sino la
Carne y sangre del Hijo de Dios encarnado”.
Podríamos decir algo sobre la primitiva
liturgia de la palabra: Antes de la fracción del pan se leía un texto que se
consideraba inspirado. Ya el Antiguo Testamento se consideraba como tal, y
orientaban su significado a la acción de Cristo muerto y resucitado, salvación
esperada y cumplida; mientras que los textos del Nuevo Testamento todavía
estaban en proceso de identificación; por ello no habría de malo que se leyesen
textos que se consideraban igualmente inspirados, como los mismos escritos
apostólicos (como la Didache) y hasta
algunos apócrifos. A ello le seguía la homilía, una nueva forma de enseñanza
que se daba a los cristianos y que mantenía el vínculo entre la palabra y el
pan.
Los tres gestos resaltados son, sin
embargo, la parte esencial del rito eucarístico. Como lo atestigua el primer
relato eucarístico de Pablo, él había recibido la tradición de que Jesús tomó
pan, dio gracias y lo partió (…), así mismo tomó el cáliz.
Sin embargo, como lo señala Fernández, lo que más destacaba en los primeros
siglos era su importancia para la cohesión de la comunidad y para la formación
moral y religiosa de los fieles. No se trataba, pues, de un rito hecho en
conmemoración o recuerdo para hacer lo mismo que Jesús hizo. Ya sabemos el
significado que tenían las comidas para los judíos… y eso se traspasó al
primitivo cristianismo. De suerte que Pablo pudo conjugar muy bien el armar
estas celebraciones en un clima de fraternidad, y por eso amonesta a los fieles
de Corinto que ya no estaban comiendo la cena del Señor, sino que estaban
divididos dentro de las casas.
Por eso, hallamos en los mismos Hechos, en la obra de Justino y en los textos
de Tertuliano que se destaca la dimensión fraternal y solidaria: mientras que
en los Hechos se resalta la comunión idealizada en la comunión de bienes (Hch
2, 44; 4, 32-35); Justino hace notar los donativos voluntarios que los
asistentes entregaban al final para que se distribuyesen entre los pobres y
marginados. Participando de la
eucaristía se consolidaba así la iniciación cristiana, que confería
identificación al converso y discípulo de Cristo.
2.
Penitencia
y reconciliación
Hoy consideramos la penitencia como un sacramento
previo a la recepción de la eucaristía. Hemos visto que durante el rito previo
al bautismo, los catecúmenos ayunaban; la
Didache señala que los cristianos
tenían que confesar sus pecados antes de la plegaria y la eucaristía.
Pero siempre el bautismo fue considerado como un nuevo nacimiento que perdonaba
toda falta anterior. Confesar los pecados se dio tiempo después, pues ni los
escritos del Nuevo Testamento ni los padres apostólicos dan pie a considerar el
perdón de los pecados fuera del bautismo. Es recién El Pastor de Hermas, el primer testimonio a favor de una
institución penitencial de la Iglesia, una especie de jubileo para perdonar los
pecados cometidos después del bautismo, pero solo una vez en la vida. Convertirse
y bautizarse al cristianismo tuvo que ser una experiencia tan fuerte que no se
había considerado un perdón después del bautismo, como diría Comby: “El cristiano ya no debería pecar más”. Pero tuvo que
ser la fragilidad humana y la aparición de pecados graves lo que dio pie a una
institución del sacramento de la penitencia.
Ya algunos textos del Nuevo
Testamento le daban potestad a los miembros de la Iglesia de perdonar los
pecados en nombre de Cristo (Mt 16, 18-20; 18, 15-18), pero en un principio se
dio de manera muy rigurosa. Organizados en una especie de tribunal, en el siglo
III, el pecador se presentaba ante el obispo para confesar sus faltas (graves o
leves, no había diferencia), las cuales eran perdonadas diferentes penitencias:
limosna, ayuno, oración… o hasta la recepción de la eucaristía se consideraba
paliativa. Pronto se fue extendiendo la idea de denunciar al pecador, de que confesase
sus pecados en público, que la penitencia fuese cumplida a la luz de todos, y
hasta la duda de si aceptar nuevamente a un miembro que había faltado
gravemente por pecados como el homicidio, la fornicación, etc. Una re-interpretación
del famoso pasaje del pecado de Ananías y Safira nos podría indicar que quien
comete una falta grave (como mentirle al Espíritu Santo) estaba muerto,
instantáneamente, para la comunidad. Será recién en el siglo V cuando la
penitencia pública se haga privada y reiterable, y se deba más bien a una
cuestión más personal. Hoy podemos considerar este sacramento como muy
personal, y hemos olvidado la dimensión social de nuestras faltas.
Si se pudiese decir algo sobre la unción de los enfermos, como
sacramento de curación, además de la penitencia, los textos no nos presentan un
acercamiento a su realización, pero sí hallamos atisbos a cómo pudo
“celebrarse” en los inicios. Hemos visto que los diáconos repartían el pan a
los presentes y luego a los que no pudieron faltar por alguna enfermedad. Es
común que sigamos haciendo esto en nuestros días y que los ministros lleven la
Eucaristía; y si esta era considerada un medio de comunión y reconciliación,
esta pudo ser la práctica más primitiva del sacramento.
3.
Las
vocaciones al servicio de la comunidad
Respecto del orden sacerdotal, sabemos que los ministerios –como hoy los
conocemos- tardaron varios siglos en fijarse. En los escritos del nuevo
Testamento encontramos que la comunidad tenía una doble organización: la de los
doce Apóstoles y los siete diáconos, unos dedicados a la oración proclamación
de la Palabra, otros a la asistencia de los necesitados y el servicio de las
mesas. No se habla de sacerdotes ni de presbíteros en las comunidades de los
Hechos, pero sí aparecen dirigentes de comunidades. En Judea es fácil reconocer
la autoridad de la comunidad sobre los mismos apóstoles, pero cuando el
Evangelio se extendió a los gentiles, tal parece que Pablo dejó responsables en las comunidades. Pero en todo caso continúan el modelo judío de
dirigencia: colegio de ancianos o presbíteros y todavía no estamos hablando de
sacerdotes ordenados como una vocación particular.
Los acercamientos a los carismas en
la Iglesia de Pablo (apóstoles, evangelizadores, maestros, profetas) tampoco
nos dice nada sobre el sacerdocio como ministerio, tal vez ni siquiera se
pensaba. En el nuevo Testamento el único escrito que habla de sacerdocio es la Carta a los Hebreos, y ni siquiera es
aplicable a los hombres, sino solo a Jesucristo, Sumo sacerdote. Más bien, en
las cartas pastorales sí hallamos una preocupación por el establecimiento de
ministerios. Sabemos que son escritos deutero-paulinos, que son posteriores,
pero en todo caso indican esa transición. Timoteo y Tito son instruidos en cómo
conducir la comunidad, cómo organizarla y particularmente se señala de Timoteo
que le impusieron las manos (2Tim 1, 6). Tal como sucede en el sacramento de la
confirmación, esto significaba la transmisión del Espíritu, y en la actualidad
es la materia del sacramento. En ambas cartas se señalan algunas
características que debe tener el candidato a presbítero/epíscopo (1Tim 3, 1-7;
Tit 1, 6-9) y ni siquiera se diferencian los términos, como de los diáconos (3,
8-13)… pero
si se lee con mayor generalidad la carta nos damos cuenta que el contexto es el
de la lucha frente a los falsos doctores, falsas doctrinas, diabólicas e idolátricas;
y la insistencia podría parecer una exhortación a la diferenciación entre unos
y otros, entre los verdaderos y falsos dirigentes.
Respecto de la vocación, en boca de
Pablo se dice que “si alguien aspira al cargo de epíscopo, desea una buena obra”
(1 Tim 3, 1), la llamada estaba abierta y la responsabilidad era un total
desafío para una época crucial en la constitución y organización de la Iglesia.
Pero se sabe también que tanto “clero” como pueblo intervenían de diversas
maneras en la elección de los ministros, y que no todos optaban por el celibato.
Cipriano lo escogió libremente,
pero en muchos casos se detectaba la calidad del pastoreo a partir de cómo
administraba su propia casa (teniendo mujer e hijos).
Sin embargo, como señala Comby, pronto
presbíteros, diáconos y epíscopos van diferenciando sus funciones con el paso
de los años. Al principio sólo el obispo preside la eucaristía, predica,
bautiza, reconcilia a los penitentes. Los sacerdotes no hacen más que asistir
al obispo. Cuando aumenta el número de cristianos, las sedes episcopales se multiplican en ciertas regiones como África.
Pero en las grandes ciudades como Roma y Alejandría se crean varios lugares de
culto que atienden algunos sacerdotes, que de este modo adquieren una
responsabilidad especial.
Finalmente, respecto del sacramento
del matrimonio, igual que en
otros sacramentos, se continuó el rito judío. Y para los conversos, simplemente
se aceptó las formas vigentes en las que se contraía matrimonio en la sociedad,
evitando, indudablemente, cualquier forma que fuera contra la doctrina eclesial.
La celebración, exteriormente podía ser diferente, pero había conciencia de que
Cristo estaba en medio de ellos, y que por medio de la unión matrimonial se
unía con Cristo a la Iglesia (Ef 5, 32). Hasta hoy reconocemos que los
ministros del sacramento son los mismos contrayentes, mientras que el sacerdote
es solo un testigo de tal unión y el representante en nombre de Dios. Solamente
hasta el siglo IV se puede hablar de una verdadera bendición litúrgica para el
matrimonio cristiano, y la intervención de un presbítero o un obispo en las
ceremonias matrimoniales. De todos modos, tal ritual se apoyaba en el
matrimonio romano: bendición del sacerdote y del padre de familia, unión de las
manos, coronación (propio de la Iglesia oriental), bendiciones matrimoniales…
pero la estructura aún podía ser determinada, según las Iglesias locales.
Comentario
final:
Como se dijo al principio, no podíamos hablar de
institución de los sacramentos, pero sí de fundamentación en la vida en Cristo,
que acompaña a su Iglesia. Los sacramentos tienen todos ese sentido: Los
sacramentos de iniciación integran a los conversos a una comunidad que cree en
Cristo; cuando se falla, se ofende a la comunidad, por lo que había que pedir
perdón a esta y cumplir una penitencia, en reparación por la solidaridad
comunitaria; y finalmente, es para la comunidad que aparecen los sacramentos
del servicio: ministros ordenados y esposos colaboran con la Iglesia. Es un
trabajo muy interesante a profundizar, pero no se puede perder de vista la mirada
en Cristo; parafraseando una frase muy conocida “No nos deberíamos preguntar si
los sacramentos fueron instituidos por Cristo, sino cómo deberían celebrarse si
quieren estar instituidos, fundamentados,
por Él”.
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