Síntesis para reconocer el amor de Dios
LA TEOLOGÍA DE LA GRACIA
1.
Introducción
“El hombre, llamado a la bienaventuranza, pero herido por
el pecado, necesita la salvación de Dios. La ayuda divina le viene en Cristo
por la ley que lo dirige y en la gracia
que lo sostiene” (CEC, 1949). Esta afirmación del Catecismo de la Iglesia
Católica podría indicar que la gracia
aparece tras el pecado; sin embargo, las reflexiones teológicas sobre el tema
de la gracia en el siglo XXI quieren dejar en claro, sin embargo, que la gracia
se antepone a cualquier situación posterior (el pecado). En la creación rige el
principio de no necesidad, Dios podría no haber creado, no hay ninguna razón
que justifique nuestra existencia. Todo es por amor gratuito. Como señala
Gelabert, Dios no crea al hombre para completar una naturaleza, sino por puro
amor, por la auténtica alegría de darse; por ende, para él, la teología de la
gracia es la teología del amor de gratuito de Dios por nosotros.
2.
La teología de la gracia
en las Sagradas Escrituras
En el Antiguo Testamento no encontramos con exactitud el
término gracia (charis), no obstante,
algunos términos nos indican el amor gratuito que Dios tiene para con su
pueblo. Algunos conceptos están en función de la llamada y respuesta humana: 1)
Elección (bahar) no en
función de un mérito particular, sino por el amor que nos tiene y en orden al
servicio de los otros (Dt 7,6-8). 2) Alianza
como auto-compromiso divino, equivalente a promesa y fidelidad, y que exige una
respuesta (Gn 17,4-8; Ex 24,3-8), un pacto recíproco (Os 2,16-22) que, de todos
modos, está impregnado de fidelidad infinita (Jr 31,33). En el mismo sentido,
las Escrituras nos ofrecen los modos de proceder humano: en libertad ante la
elección entre dos caminos (Dt 30,15-20), conversión ante el pecado (Sal 32,5).
Finalmente, el amor del Dios de la Alianza hace ver cuánta condescendencia
tiene frente al hombre actuando con misericordia y fidelidad (rahamim en Is 49,15 ó hanan en Sal 25,16; haesed en Dt 7,7-8 ó emet
en Sal 89,2); debido a la continua apostasía del pueblo, el amor fiel de Yahvé
termina por prometer un germen de gracia, capaz de transformar e corazón por la
infusión de un espíritu nuevo (Ez 36,24-28).
En el Nuevo Testamento, Jesús mismo es la manifestación de
la gracia de Dios, la nueva gracia
tras la antigua gracia (cfr. Jn 1, 18),
el amor que los cristianos conocieron y que creyeron (cfr. 1Jn 4,16). El
anuncio del Reino de Dios por medio de las parábolas nos presenta la
incondicionalidad de la gracia de Dios para con todos, sin distinguir el último
del primero (Mt 20,1-15), sin distinguir pecadores o marginados (Lc 15,2; Mc
1,29-31; Jn 4,39; Mc 10,14). Este anuncio de la gracia chocaba con todos los
principios de la justicia distributiva, en el que el Dios de la gracia es más exigente
que el propio Dios de la justicia (cfr. Gelabert, 2002). Pero si bien todas las
palabras y obras de Jesús manifiestan el modo de revelar la gracia, la cruz, su
muerte en ella, trascenderá en toda la doctrina la gracia. “El evangelio de la
cruz” de Pablo utiliza 100 veces el término de gracia (en comparación con las
otras 55 usadas en el resto del NT). Rm 3,24 es uno de los textos que nos
ofrecen una reflexión sobre la fe, la justificación y la gracia, y precisamente
esos temas aparecerán en sus escritos: La cruz ha destruido la capacidad de
justificar de la ley (Gal 3,13; 4,5), por lo que la justificación ya no está en
la ley, sino en la fe en el mismo Jesucristo. También la cruz ha derrotado el
pecado, desbordando la gracia: “lo mismo que el pecado reinó por la muerte, así
también reinará la gracia en virtud de la justicia para vida eterna” (Rm 5,21).
Por ende, la gracia nos confiere ser nuevas criaturas (2Co 5,17), haciéndonos
justos a todos los pecadores (Rm 3,24), hijos adoptivos por el Espíritu de
filiación (Rm 8,14-17); pero siempre en libertad de los hijos de Dios (1Jn 4,7).
Finalmente, la oposición gracia-ley encuentra su primer dilema al leer la
epístola de Santiago (2,14-18); sin embargo, debemos atender que se trata de
dos formas de sentirse justificados (fe y obras) en dos contextos distintos
(una comunidad que nace en la fe y una comunidad que viviendo ya la fe necesita
atender a sus pobres).
3.
Polémicas de la gracia y
definiciones conciliares
3.1. Pelagio y Agustín
La doctrina de Pelagio
se puede resumir en la proposición siguiente: “El ser humano puede cumplir los
mandamientos de Dios por sus propias fuerzas, sin que para ello tenga necesidad
de un auxilio divino interior a su voluntad (Baumgartner)”; para él la creación
es buena y no hay perversidad intrínseca; por tanto la gracia siempre es un
auxilio exterior nunca como una operación de Dios al interior de la voluntad
debilitada. Esto abre la puerta a la predestinación y al dilema sobre la
actuación de Cristo. Entonces, ¿para qué Cristo? –pues para darnos ejemplo
diría Pelagio. Esta postura causó escándalo para Agustín, quien superpone que
la gracia es indispensable para el hombre desde su condición pecadora,
reduciendo la naturaleza humana al pesimismo: “El hombre no tiene sino mentira
y pecado”, dirá (cfr. DH 392). Lo que la ortodoxia católica intentará afirmar
es que el hombre, a causa de la falta primera, fue mudado en peor, según el
cuerpo y el alma, y por eso tiene necesidad de la gracia como socorro. La
gracia es presentada en función del pecado (DH 371, 1510-1515). Agustín, no
obstante, quiere devolverle a la gracia divina su papel preveniente, actuante y
justificante; dejando en libertad la voluntad humana, que necesita siempre del
auxilio de Dios.
3.2. Lutero y la respuesta católica
Lutero, angustiado por
la severidad de un Dios ante quien se presentaba indigno, descubrió, tras
sumergirse en una profunda crisis de su época y tras poner la atención que puso
a los escritos de Pablo, que Dios concede gratuitamente su gracia,
justificándolos por la fe (sola fe) y
no tanto por nuestros méritos o expiaciones. Receptor de la doctrina
agustiniana de la gracia, considera que el pecador siempre será tal: su
concupiscencia (pecado original) nunca desaparecerá, y solo por Cristo Jesús
nos hacemos justos, de Él nos llega una justicia “ajena”, que recibimos como en
una relación matrimonial, tomando los méritos de Cristo como si fueran
nuestros, y Cristo tomando nuestros pecados; esto, sin embargo, dejaba sin
posibilidad al creyente a la hora de contribuir en su justificación (cfr.
Fernández, pp. 290), así mismo, negaba la preferencia de Dios sobre algunos
(santos).
La respuesta católica
del concilio de Trento (en el Decreto sobre la justificación, DH 1520-1583),
por el contrario, comprende la justificación no en una cuestión relacional,
sino ontológica: renovados por el Espíritu vamos creciendo espiritualmente, participando
de la justicia divina; el hombre no puede gloriarse en sí mismo, sino en el
Señor que por su bondad quiere compartirnos sus dones (DH 1548); por tanto, es
posible la santificación a la que Dios nos ha invitado desde siempre. Así,
mientras que una parte resalta la cooperación humana en la justificación, la
otra pareciera eliminarla. Sin embargo, la diferencia (si se puede llamar así) no
oscilaba en sí sobre el tema de la justificación (puesto que ambos están de
acuerdo), sino en cuanto a la forma de entender la fe y las obras. No se trata
de que Lutero rechace las obras (méritos), sino que para él, todo lo que se
relacione a la caridad en terminología católica, para él es “fe”. Hubo por
tanto un malentendido terminológico que ha sido superado en gran manera por la
Declaración conjunta sobre la Doctrina de la Justificación (1999). El documento
deja entrever que mientras hay oposición latente en temas sobre la eficacia de
los méritos o efectos de la gracia sanante (para los luteranos, la justicia es
imputada sin mérito alguno) y respecto de la certeza de la salvación (para los
luteranos la certeza es indiscutible), encontramos increíbles coincidencias respecto
a una actitud de humilde confianza, dependencia, firmeza solo en Dios y no en
uno mismo.
3.3. La doctrina de Jansenio y la respuesta católica
Basándose en la
interpretación más estricta de un aspecto de la filosofía de san Agustín de
Hipona, Jansenio, hacia el siglo XVII defendió la doctrina de la predestinación
absoluta de algunos elegidos; sus seguidores negaron que Cristo murió por todos
los hombres, sino que afirmaban que murió solamente por aquellos que serán
salvados finalmente, “los elegidos”. Partiendo de que nada, sino impotencia, le
queda al alma que ha perdido la gracia, considera que todos los que Dios quiere
salvar por Cristo, se salvan infaliblemente (DH 2005). Ante ello, la Iglesia
censura estas apreciaciones y otras afines, en la constitución “Ad sanctam
beati Petri sedem”, del 16 de octubre de 1656, siendo pontífice Alejandro VII,
aunque ya en el pontificado de Inocencio X se había problematizado el asunto (DH
2010-2012).
4.
Sistematización
La teología de la gracia, influida por Agustín, había
antepuesto el pecado a la gracia, tal como lo declara en su concepción de la
procreación. El Concilio Vaticano II ilumina la teología de la gracia de hoy al
señalar que desde su nacimiento “el hombre es invitado al diálogo con Dios”
(GS, 19). San Juan Pablo II, destaca, además, que “al comunicar los padres la
vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo” (EV, 43).
Hay un amor que nos precede siempre y es más fuerte que todo. El ser humano
está hecho para Dios, no para el pecado. Por tanto, una renovada doctrina de la
gracia debe partir del amor gratuito divino.
El Catecismo de la Iglesia Católica señala que la gracia es
el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada:
llegar a ser hijos de Dios (cfr. Jn 1,12-18), hijos adoptivos (cfr. Rm
8,14-17), partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2P 1,3-4), de la vida eterna
(cfr. Jn 17,3). Este auxilio ya no es señalado como un alivio frente a nuestra
condición pecadora (cuestión que, sin embargo, no se olvida); sino que nos
lleva al origen de todo. La iniciativa gratuita de Dios nos invita a participar
de su vida; pero esta libre iniciativa
exige una respuesta libre del hombre.
Con ello se enuncia nuevamente el dilema transversal sobre la gracia humana:
Gracia-libertad humana.
Haciendo un enlace histórico, Dios establece su designio
eterno de “predestinación” incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a
su gracia (CEC, 600). Esta fidelidad constante y presente en todo el AT, halla
en el misterio Pascual, en la muerte de Cristo, la justificación que nos
devuelve a la gracia de Dios, debilitada por el pecado (cfr. Rm 4,25). Por las
gracias recibidas nos encaminamos hacia nuestra santificación, hasta que en el
juicio final personal, sin embargo, se nos juzgará de cuánto hemos tenido en
bien la gracia ofrecida por Dios (cfr. Mt 11,20-24; CEC 678, 1021). No podemos
olvidar que Dios completará en nosotros lo que Él mismo ha comenzado,
justificándonos mediante nuestra fe y santificándonos mediante nuestra caridad.
Esta es la gracia justificante o
santificante, don gratuito que Dios Trino ofrece a cada bautizado,
infundiéndonos su vida por el Espíritu Santo, para creer y esperar en Él, para
amarle mediante las virtudes teologales;
para vivir bajo la moción de ese mismo Espíritu; para crecer mediante las virtudes morales; para sanar nuestra
alma del pecado y santificarla (cfr. CEC 1266, 1999).
La reflexión tomista de la gracia nos ofrece algunas líneas
generales sobre el modo de entender “las gracias” que aparecen en el camino
hacia nuestro fin último. Teniendo como premisa la gracia justificante y
reconociendo nuestra situación de debilidad frente al pecado, la gracia sanante acude como
auxilio que nos mueve a una acción buena. No por haber caído dejamos de ser
buenos. Sanada nuestra naturaleza, la gracia
elevante nos lleva a realizar obras meritorias para alcanzar la vida
eterna. Hay pues dos momentos al vivir la gracia: Un momento inicial,
permanente, habitual, una disposición para vivir y obrar según la vocación
divina. Aquí se distinguen la gracia
increada (la presencia/inhabitación de Dios en nosotros) y la gracia creada (los efectos de la
inhabitación de Dios en nosotros: transformación). El segundo momento es de las
gracias actuales, el movimiento en
nosotros originado por Dios, que designan las intervenciones divinas que están
en el origen de la conversión o en el curso de la obra de santificación. Así se
distinguen la gracia suficiente
(la que no se realiza en quien no quiere acogerla) y la gracia eficaz (la que se realiza para llegar a su fin).
Hay que atender también a lo que experimentamos en la vida
sacramental: Recibimos la gracia
sacramental, dones que nos concede el Espíritu Santo para hacernos
capaces de colaborar en la salvación de los otros en el crecimiento del Cuerpo
de Cristo, que es la Iglesia, y que recibimos en los distintos sacramentos. Deben
diferenciarse de las gracias especiales,
o carismas, recibidos en orden a la gracia santificante y el bien de la
Iglesia. Entre estas gracias especiales, encontramos
las gracias de estado, que acompañan
al ejercicio de las responsabilidades de la vida cristiana y de los ministerios
en el seno de la Iglesia.
Para finalizar, Pesh -citado por Castillo- nos presenta una
acertada definición de la gracia que puede resumir todo este breve tratado:
“Es el don del amor de Dios al ser humano de manera
gratuita, inesperada, incomprensible, que lo conduce a la salvación en la
comunión de vida con Dios, porque pone desnudo la resistencia del hombre frente
a Dios, dentro de sí mismo, y la vence con una intervención liberadora…”
Bibliografía:
§
CASTILLO, Carlos (2014).
Apuntes para el curso de Gracia. Iset
Juan XXIII.
§
DENZINGER,
Heinrich y HUNERMANN, Peter (2000). Enchiridion Symbolorum. Barcelona: Herder.
§
FERNÁNDEZ, Víctor
(2003). La gracia y la vida entera. Barcelona:
Herder Editorial
§
GELABERT, Martín (2002).
La Gracia. Gratis et amore. Salamanca:
San Esteban.
§
IGLESIA CATÓLICA (2011).
Catecismo de la Iglesia Católica.
Lima: Editorial Paulinas/Epiconsa.
§
PARIAMACHI, Raúl (2016).
Apuntes para el curso de Gracia. Iset
Juan XXIII.
§ PESH, Otto (2008). Conceptos fundamentales de la gracia. Quereniana: Brescia
Comentarios
Publicar un comentario