Camino a Montetoni

 

Escribo estas líneas desde el estrado construido al frente de la canchita de la escuelita de Montetoni, acompañado de dos ananekiegi (niños) matsigenka que en el camino me saludaron con un “¡Oga!” y están sentados a mi lado mientras miran atentamente la laptop, sus teclas y van escuchando una de esas cumbias que tengo en mis archivos.

 

El viaje a Montetoni era de los más esperados para mi corta vida de misionero en el Bajo Urubamba. Ya he visitado las comunidades del Pagoreni, las del Mipaya, las de Timpía, y si bien las del “río grande”, el Urubamba, aun faltan, creo que si uno llega al Montetoni ya tiene un panorama general de lo que significan las comunidades originarias de esta zona. Para llegar hasta aquí uno debe pasar por Camisea, Tarankiari, Kuvantiari, Sagondoari y Marankiato.

 

Salimos el 5 de junio a las 6.20 am desde la comunidad de Timpía. Nos habíamos quedado a participar de la fiesta de la misión. La madrugada había sido fría y con neblina. En canoa, con doble casaca, el gran Noé nos llevó a hermana Arlette (Misionera dominica del rosario y coordinadora de nuestro equipo itinerante) y a mí hasta Camisea. Temía por los estornudos. A la intemperie, navegando por cerca de dos horas, era fácil pescar un resfrío o una gripe. Eso no podía pasar: para llegar a las comunidades de la reserva se nos habían solicitado tantos requisitos (entre vacunas, pruebas anti-covid, exámenes médicos) que no podía enfermarme a última hora. Después de un paracetamol, parece que solo esto quedó en anécdota.

 

Llegamos a Camisea cerca de las 8.20 de la mañana. Allí estaba la hermana Giovanna con los machetes que debíamos entregar a las comunidades de la reserva, y muy cerca de nosotros, Enrique, jefe de la comunidad de Marankiato, que sería nuestro motorista, quien nos llevaría hasta nuestro destino. Obviamente también venía con su puntero. Después de un breve desayuno (un calentadito de la fiesta de Timpía) nos enrumbamos al río Camisea con dirección a Montetoni. El viaje fue duro, difícil: el río estaba bajo. La canoa de aluminio chocaba muchas veces con las piedras, sobre todo en las curvas de los ríos. Hasta este punto no ayudé mucho a jalar la canoa, puesto que después de intentarlo alguna vez, mis torpes pies no podían caminar entre la piedra y la corriente de agua. Y como dicen por ahí: “más ayuda el que no estorba”.

 

Cuando llegaron las 2.00 pm estábamos en la Garita de control: la entrada a la “RESERVA”. Cuando hablo de la reserva me refiero a la Kugapori, nahua y nanti. Después de tomar un aliviante masato dulce, reportarnos por Internet con algunas personas que sabían de nuestro viaje y registrarnos en el libro de control, bajamos nuevamente a la playa para emprender el viaje. Esta vez, nos acompañaban los mismos trabajadores del Ministerio de cultura, pues tienen entre sus funciones, acompañar las actividades externas de personas no originarias de la zona. En esta segunda parte del viaje, creo que el deseo por ser útil ayudó a que mis pies se hicieran más diestros, y bajé varias veces a jalar la canoa; hermana Arlett también se animó: y es que la dificultad del viaje lo ameritaba. Eran alrededor de las 4 cuando pasamos por Kuvantiari y dejamos una primera carga de machetes, saludamos a Guzmán Felipe, jefe de la comunidad, le aseguramos que pasaríamos por ahí el día 14 para visitarlos. Después de continuar por cerca de dos horas más, la noche se nos veía encima. Llegamos a Tarankari, y ahí decidimos descansar. Sé que nuestros hermanos en la selva duermen temprano (alguno me dijo que ya a las 5 están yendo a descansar). Sin embargo, nuestra visita parece que despertó a todo mundo. Eran más de las 6. Fue una de las acogidas más memorables. El jefe nos indicó en que casita podíamos pernoctar. Mientras armábamos nuestras carpas, venían matsigenkas a preguntarnos nuestros nombres, mientras que ellos también se presentaban, en medio de las fraternas sonrisas que apenas se divisaban en medio de las luces de las internas, nos trajeron sekatsi (yuca), carachama y paca: fue nuestra cena, un compartir en medio de un contar historias misioneras y laborales. No recuerdo la hora en que cerré los ojos. Estaba cansado. El Señor me llamaba a descansar.

 

Para el jueves 6 de junio, salimos muy temprano de Kuvantiari: nuestra meta era llegar a Montetoni antes de la tarde. El río parecía más bajo de lo normal. Fueron muchas bajadas y muchas veces en que estaba empapado. La alerta por una gripe llegaba nuevamente. Pronto salió un sol tan caliente que hacía que la ropa se secara rápido. A las 8 de la mañana estábamos en Sagondoari: allí hicimos otra descarga de machetes. Subimos a visitar la escuelita, que tenía a sus profesores preparando el día de la bandera con sus alumnos. El masato que nos ofrecieron fue nuestro desayuno, combinado con algunas galletas que nunca faltan en la bolsa de las provisiones. Les aseguraremos que les visitaríamos más ampliamente el día 12, al regreso. Continuamos la travesía, y después de quedarme dormido, tal vez cansado con tantos esfuerzos por jalar la canoa, la hermana Arlett me despertó: estábamos en Marankiato. Ahí teníamos que descargar mucha más cantidad de machetes, y desde esta comunidad debíamos emprender una caminata de dos horas para llegar a Montetoni: el río ya no daba para más. A medida que avanzábamos veía que se secaba (es la época). Nos alertaron que una motocarga pasaría a las 2 de la tarde para llevar materiales hacia Montetoni, donde están construyendo la posta de salud, y habían habilitado una carretera momentánea. Decidimos esperar.

 

Las casi cinco horas que estuvimos en Marankiato fueron para descansar, preparar el almuerzo, entrar en contacto con algunos comuneros, entregar los machetes… Una de las primeras imágenes que me impactaron al subir a la comunidad fue ver una cruz dominica grande en una de las paredes de la escuela. Esa cruz lo era todo: Me decía que por aquí pasaron mis hermanos dominicos, que nuestro trabajo ha llegado a lugares inimaginables, y me animaba a seguir adelante. Era la Víspera del Sagrado Corazón de Jesús: un día especial para dar gracias al Señor por la misión, por haber puesto en mi corazón un alguito de sus sentimientos. Yo también quería que todos conocieran su nombre, que es capaz de mover montañas, y lanzarnos a las aguas para anunciarlo.

 

La motocarga llegó a las 4.30 de la tarde, aproximadamente. Un grupo de obreros del Consorcio Megantoni no dudó en llevar a todos los expedicionistas. Entre nosotros misioneros y el personal del Ministerio éramos seis personas. Se sumaron nuestras mochilas, carpas, provisiones, más machetes. La motocarga, más grande de lo común (¿unimoto?) llevaba ya varios tripulantes (unos seis), paquetes de cerveza, golosinas y víveres, para abastecer una tiendita de arriba, además de la despensa de los obreros. Aun así, todos entramos, apiñados pero felices. La preciosa creación de Dios invitaba a alabarlo, entre montes, árboles, mariposas, pájaros…. Mientras avanzaba la movilidad compartíamos historias del antes y después de las comunidades, de sus proyectos, sus progresos… y mientras caía el sol salieron a relucir las historias de “gatitos” de la selva de los que algunos obreros habían encontrado huellas (grandes y pequeñas). Nadie los ha visto cara a cara, pero parece que rondan por la zona. “La bulla hace que se alejen”, decían. Con estas importantes informaciones llegamos entonces a Montetoni. Nuestra llegada alertó a los comuneros. Mientras ayudaban a bajar las cosas, nos saludaban y acogían. Parece ser que las obras de infraestructura los han ido acostumbrando a visitas seguidas.

 

Después de saludar a Ángel, el jefe de la comunidad, se nos indicó el lugar donde nos quedaríamos los tres días que estaríamos por aquí. Con una rica conserva, una galleta y una botella de agua, daba gracias a Dios por el día y me disponía a descansar (sobre todo después de haber escuchado historias de “gatitos”). Cuando quise salí a contemplar las estrellas de la noche, el director de la escuela estaba sentado a la puerta de su habitación e inició una amable e inolvidable conversación. En medio de su juventud había experimentado muchas sensaciones religiosas en que María, nuestra Madre, le había mostrado el camino del bien en medio de las dificultades de la vida. Me pedía interpretaciones de sus sueños y explicaciones de lo paranormal. En medio de la escucha atenta solo atiné a decirle que las interpretaciones no son generales: los sueños quieren decirnos algo en el momento que vamos viviendo personalmente. Él iba sacando conclusiones de su vida y finalizaba la conversación pidiendo que bendiga su trabajo, su casa y la escuela. El día no pudo terminar más bendecido.

 

Para el 7 de junio, día de la bandera, después de la ducha correspondiente (y necesaria) las pruebas de sonido para el desfile escolar nos alentaban a ir a participar del evento. No eran ni las 7 de la mañana y los niños ya estaban a la puerta. Qué precioso momento fue ver a los niños presentar sus números artísticos: Algunos presentaban una adivinanza, otros una frase, otros una suma. Era totalmente tierno. Después de las palabras del director se dio paso al desfile cívico. Cada niño y niña tenían su banderita en mano. Eran los niños más felices del mundo portando la bicolor. Están aprendiendo a amar a su patria. Pensaba y oraba mucho en ese momento: les deseaba todo lo mejor. Sus sonrisas y ojos inocentes lo merecían. Después de compartir algunos dulces que habíamos traído y la infaltable avena de Qali Warma, llegaron los adultos y en presencia de toda la comunidad se hizo la entrega de los machetes que la misión estaba donando. Nos recordaron que también necesitaban sal, lana, limas, cartucho, jabón… pero mostraron profundo agradecimiento por las herramientas que iban recibiendo. Después de unas fotos para la evidencia y archivo, el Jefe de la comunidad nos trajo una gallina en agradecimiento. ¡Teníamos almuerzo asegurado! Y así fue, la hermana Arlette, la profesora Katy y dos niñas se encargaron de los procesos fundamentales. Yo apenas cargué la leña, traje el agua y limpié algunos recipientes, al menos para hacerme merecedor de un platito de caldo.

 

Los niños de los que les conté al inicio de esta historia ya se fueron. Tal vez se cansaron de no ver más que a un hombrecito escribiendo. Llegando a las 3.30 de la tarde, con un sol inclemente, termino estas líneas. Mañana nos toca visitar el anexo de Potsotakira, y poco a poco ir visitando las comunidades que dejamos en el camino. Dios y su santa madre sigan bendiciendo nuestro camino.


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