Otros recuerdos de mi primer viaje a "las comunidades de la reserva"
Nunca olvidaré aquella escena bajo la luz de Cáshiri
(Luna). Un día antes de despedirnos de Marankiato, la profesora Luz nos
preguntaba a los misioneros si podemos bautizar a dos bebés que se encuentran
un poco enfermos. ¡No faltaba más!, ¿dónde están los “ananekiegi”? Y en medio
de la tarde caída (alrededor de las 6.30 pm) fuimos hermana Arlett y yo a
buscarlos en sus casas. Como misionero principiante aun no conozco su idioma,
pero creí entender que aceptaban el bautismo para sus hijos. Después de visitar
la casa de la señora Sonia encontramos una escena popular de la cultura matisgenka:
un grupo de familias tomando masato, contándose historias de la vida,
compartiendo yuca y algo del escaso pescado que hay en la temporada de río
bajo. Nos unimos al compartir. Y mientras íbamos contemplando la luna nos
pidieron que cantáramos algo “en castellano, no importa”. En ese momento la voz
de la hermana y la mía entonaron aquel canto que me trae tantos recuerdos en mi
vida misionera: “Yo canto al Señor, mi Dios Creador”, ambos nos la sabíamos y
ambos sabíamos lo importante de la letra para ese momento, aunque tal vez ellos
no comprendieran todas las palabras.
Montetoni fue experiencia preciosa. Conocimos varias
familias de los chicos de la residencia, tuvimos una conversación con los
comuneros y comuneras, hubo tiempo de alabanza y predicación en matsigenka a
cargo del profesor Willy Prialé, visitamos el anexo de Potsotaroki, comimos
todos los días caldo de gallina con los regalos que nos hacía la comunidad… y
caminamos por la senda que une esta comunidad con la de Marankiato. Tanto en
una como en otra recibíamos los agradecimientos por los machetes que llevamos
como donativos, y escuchábamos sus nuevos pedidos que incluían lana, cartucho,
platos, cucharas, limas, entre otras cosas. Ya en Marankiato asistimos a los
partidos de fútbol, que organizaba la comunidad, previo al día del padre y el
próximo aniversario (20 de junio), pero sin duda alguna la despedida fue de lo
más especial. Había comenzado estas líneas contándoles que tendríamos dos
bautismos… ¡al final fueron diez! Las madres traían a sus criaturas para
recibir “la bendición” (como así lo entendían) y muy diligentes traían las
cartillas de nacimiento de los niños y los DNI para que sean apuntados en el
libro de bautismos de la parroquia-Misión. Hermana Arlette, muy atenta a las
escenas de misterio, retraba las caras de los niños que recibían agua bendita
sobre sus cabecitas heridas por las picaduras de algún animalillo. Yo no podía estar
más feliz.
Alejados ya de ambas comunidades, nuestra canoa al mando
de Enrique Koenti y su ayudante, el joven Wiri, avanzaba hasta Sagontoari o
Omarane. Ya uno de los profesores (que encontramos por el camino) nos adelantó
que nos esperaban con carachama. Después de una reunión con el jefe y escucha
de más pedidos, entre risas y anécdotas, nos sentamos a la mesa a disfrutar del
rico almuerzo. En la cultura matsigenka todos comen del mismo plato, así como
todos beben del mismo contenedor del masato (la chicha de yuca). Y mientras
avanzaba la conversación, el jefe trajo un pescado envuelto en hoja de plátano,
calientito, y con buen olor: era para nosotros los misioneros, que, si bien fue
puesto para el compartir de todos, era un pescado especial. No podía sentirme
más agradecido por el detalle.
Avanzamos río abajo, un poco más, y llegamos a Tarankari. En
esta comunidad ya habíamos pernoctado una noche, en la casa de don Eduardo. Esta
vez llegamos en pleno sol. Mientras subíamos nuestros bultos a la comunidad,
entre los que estaban cinco gallos que los papás/mamás de la residencia
enviaban para sus hijos, nos percatamos que uno murió en el camino. El pobre no
aguantó la inclemencia del sol. Y sirvió de cena para los que nos reunimos ahí.
Ya no había lamentos, entre risas comíamos el pobre gallito. Hicimos tiempo
hasta que llegara el jefe, Jesús, de su chacra. Cayó la tarde y pudimos
conversar con él; hicimos una breve visita por la comunidad, que nuevamente a
la luz de Luna, se disponía a comer, masatear, descansar, contar historias. Los
misioneros llevábamos un día en insolación así que fuimos a “descansar” … y es
que, de mi parte, aquella noche no pude dormir. Mi alma estaba agradecida. Recordaba
el rostro de una madre de Montetoni, de la que contaré su historia en otras
líneas, agradecía a Dios porque en Montetoni no nos encontramos con ningún “gatito”
de monte y en Marankiato no nos picó ninguna maranke (serpiente). En medio de
la carpa, que se ha convertido en estos viajes misioneros, en mi sala de
estudio, capilla personal y habitación, leí unos comentarios del segundo modo
de orar de Santo Domingo y recé los misterios gozosos. Aquella noche llovía,
bajaba a orinar después de tomar tanto masato, y pedía a Dios que llegara el
sueño.
Amaneció el doce de junio y después de tomar un rico
desayuno preparado por los comuneros tuvimos otra reunión de escucha y pedidos
con los hermanos de Tarankiari. Son cuatro familias, muy unidas y alegres. Después
de algunas fotos y despedidas nos disponíamos a nuestra próxima parada. Pero antes:
¡un masato final! Lo traía una de las señoras mayorcitas de la zona. Nunca olvidaré
su rostro y su sonrisa. Nos estaba trayendo lo mejor que tenía. Pensaba en
aquella parábola de la viuda pobre que echó dos moneditas en el arca de los profundas.
Exclamé en mi interior mientras evitaba que alguien mirara mis ojos llorosos: “Ella
lo ha dado todo”.
Después de revisar que todos los gallos navegantes
estuvieran vivos, nos subimos a la canoa. El sol nuevamente amenazaba un viaje
difícil por el río. Enrique y Wiri, muy diligentes en todo, dirigían la
travesía mientras que por la ruta saludábamos a los comuneros de las
comunidades que hacían faena de limpieza del río, quitando las piedras grandes
que pudieran obstruir las rutas y haciendo una especie de “camino” en medio de
las aguas. Nos detuvimos en Kuvantiari para saludar la comunidad: fue la visita
más breve porque no se encontraba el Jefe, y en las comunidades nativas de la
zona es importantísimo la comunicación directa con él. Lo encontramos media
hora después, pescando con su familia. Conversamos un momento, nos invitó el
masato familiar que llevaba en su humilde canoa familiar y nos despedimos hasta
setiembre.
Con la llegada a la garita de control nos despedimos de la
visita a las comunidades “de la reserva”. Después de firmar nuestra salida de
la zona en la casita-oficina que tiene el Ministerio de Cultura en Inaroato,
Enrique y Wiri nos trajeron hasta Cashiriari, desde donde escribo estos
párrafos. Después de una semana vuelvo a dormir en un colchón. No podría decir
que extrañe dormir sintiendo las tablas de madera o la tierra fría… pero vuelven
a mí gratos recuerdos de pensar en ello.
Gracias Fray Joel por compartir sus vivencias de camino a Montetoni. Nos ha transportado al ambiente natural y riqueza de sus gentes. Dios y nuestra Madre del cielo siga bendiciendo la mision.
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